Te regalaría las estrellas, pero te has empecinado en un par de zapatos
Roberto Fontanarrosa
No hay, ciertamente, logro que perdure ni éxito verdadero sin persistencia. Pero tampoco fracaso estrepitoso ni frustración asegurada sin empecinamiento. Quién persiste siempre va por lo más, quien se empecina invariablemente se queda con lo menos. La diferencia está clara. El problema es que la mayoría de las veces no sabemos distinguir una del otro, ni en nosotros, ni en los demás.
Solemos, como sociedad, aplaudir el empecinamiento, que no solo hace daño a quien lo está sufriendo, pues implica una obsesión, sino a quienes lo rodean, o a quienes sirve, o a quienes gobierna.
Desde llevar una familia hasta administrar un país, quien se empecina arrastra consigo a muchos otros, tanto a quienes creen que este extremo de la persistencia es una cualidad, como a quienes sí se dan cuenta de la distorsión mental, pero no pueden hacer nada por cambiar las cosas ni detener la afectación que, de una u otra manera, los alcanzará.
Todos tenemos capacidad de persistir en aquello que anhelamos o es importante para nuestra vida, y también todos estamos en riesgo de empecinarnos, o sea, de emberrincharnos, ponernos necios, intransigentes.
Y con estos últimos rasgos estamos ya comenzando a discernir entre la persistencia y el empecinamiento. Es persistente quien administra con paciencia sus esfuerzos para alcanzar su objetivo, hace pausas para reflexionar sobre las circunstancias que se van presentando, pone en duda incluso sus propias creencias o planes si así lo exige la situación, recapitula, corrige, se adapta, replantea y continúa, o ceja si los costos serán mayores que los beneficios.
El empecinado es irreflexivo y siempre tiene prisa por alcanzar su objetivo; así, gasta casi toda su energía en la ansiedad que genera; rechaza cualquier circunstancia nueva que amenace sus planes; mientras más oposición tenga, más terquedad de su parte; impone lo que cree y lo que quiere ante toda crítica; nunca se abre a la posibilidad de adoptar otra vía y no le importan los altísimos costos que puede significar su obsesión.
Todos conocemos a alguien así, y en muchas ocasiones ¡los admiramos!, sin darnos cuenta de que se han convertido en personas destructivas, dispuestas a perjudicar a quien sea, empezando por ellos mismos, para lograr su objetivo, pues su egolatría les dice que se trata de un asunto de vida o muerte.
Todo podemos convertirnos en esa persona, si no entendemos claramente la diferencia entre ser persistente y empecinado. La importancia de danos cuenta radica en que el empecinamiento nos va dejando solos, pues vamos quitando del camino a todos aquellos que en algún momento osan no estar de acuerdo o apenas dudar de nuestro objetivo y, por supuesto, de los medios que ponemos en acción para alcanzarlo.
El empecinado es aquel que cree a pie juntillas que el fin justifica los medios y, por lo mismo, a la hora de pagar los costos no se quiere hacer responsable de sus decisiones y acciones: “las circunstancias me obligaron”.
El persistente reflexiona, evalúa, no apuesta por altos costos sin que haya mejores ganancias o sin una razón sólida, ni pasa por encima de los demás; de hecho, los involucra, los apoya y se apoya en ellos. Quien persiste tiene la mente clara y la emoción en su lugar, por eso es capaz de reconsiderar y corregir. Asume las consecuencias de sus decisiones y acciones.
La persistencia se sustenta en juicios razonados, el empecinamiento en prejuicios, por eso quien se empecina suele cometer injusticias con las personas que lo rodean y más allá, porque si no le importan las cercanas, menos otras.
Así pues, el empecinamiento no es producto, como solemos creer, de espíritus fuertes, sino de mentes inmaduras, temerosas, que se refugian en ideas fijas para protegerse de la incertidumbre y del cambio. Son las que siempre quieren echar atrás lo que irremediablemente va para adelante.
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