El patrimonialismo morenista
Una promesa histórica de la izquierda fue el fortalecimiento del Estado. Sin embargo, lo que hemos visto con la izquierda política mexicana ha sido lo contrario: su retraimiento, con una serie de nocivas consecuencias, como el aumento del patrimonialismo. Ni siquiera Carlos Salinas de Gortari, paladín del neoliberalismo mexicano, se atrevió a tanto.
El Estado moderno —entendido como la centralización del poder, que se ayuda de burocracias profesionales, y donde se tiene el monopolio legítimo de la fuerza— es una excepción histórica. La regla ha sido, y continúa siendo, el patrimonialismo: de acuerdo al gran sociólogo alemán Max Weber, es una forma de dominación política, donde la autoridad recae en una persona (puede haber alianzas entre personas), quien tiene el poder directo y arbitrario. Mientras el Estado se basa en reglas escritas y registros en archivos, el patrimonialismo se apoya en relaciones personales. Mientras que en el Estado hay corrupción –porque hay una clara distinción entre recursos públicos y privados–, en el patrimonialismo la corrupción no existe, porque no existe tal distinción. En resumen: entre menos Estado, más patrimonialismo.
Las políticas de Morena han sido altamente patrimonialistas. Como argumenta el gran sociólogo estadounidense Randall Collins, el patrimonialismo se basa en rituales y dependencias económicas hacia el líder de la casa, que es precisamente lo que hemos visto. Los rituales políticos morenistas han sido constantes, no vistos desde el priismo de antaño, muchos copiados de ese mismo priismo de antaño. Por otra parte, las dependencias económicas las vemos con las innumerables canonjías que ha repartido Morena: hacia sus partidos políticos aliados con incontables puestos públicos (y dinero público); hacia los empresarios con un gran número de contratos públicos (y dinero público); y hacia el crimen organizado con la estrategia de “abrazos, no balazos”, así como con las continuas deferencias hacia “El Chapo” Guzmán y “El Mayo” Zambada. Todo lo anterior sin mencionar que el padre fundador del partido le heredó una parte considerable de su poder político a su vástago al darle el control del partido, mientras este último y sus amigos hacían negocios con los grandes elefantes blancos.
Si el patrimonialismo ha aumentado, de esperarse que el Estado mexicano se hayase debilitado. Y, precisamente, así ha sido: solo 1.3% de las plazas de la administración pública federal pertenecen al Servicio Profesional de Carrera; se disminuyeron los cuadros técnicos de 16% a 8% bajo López Obrador; y se eliminaron numersosos organismos autónomos (la desaparición del INAI es especialmente preocupante), sin mencionar la destrucción de facto del Poder Judicial. Y si la fortaleza del Estado viene del cobro de impuestos, de esperarse que bajo López Obrador no haya habido reforma fiscal alguna.
“Hubo un enorme cambio en los estándares morales asociados con el paso del patrimonialismo a la burocracia, lo que equivalió a una revolución moral,” escribió Randall Collins. Y, como bien lo hizo notar hace casi doscientos años el teórico francés Alexis de Tocqueville, la democracia produce burocracias, porque en la democracia se exigen numerosas políticas públicas que son altamente técnicas. Sin embargo, hoy tenemos menos burocracias profesionales, menos Estado, y más patrimonialismo: ahí están la inseguridad, la corrupción y el autoritarismo. No lo olvidemos: la democracia y el capitalismo solo puede florecer bajo el manto protector de un Estado efectivo.
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Autor
- Licenciado en derecho por la Universidad Iberoamericana (UIA). Maestro en estudios internacionales, y en administración pública y política pública, por el Tecnológico de Monterrey (ITESM). Ha publicado diversos artículos en Reforma y La Crónica de Hoy, y actualmente escribe una columna semanal en los principales diarios de distintos estados del país. Su trayectoria profesional se ha centrado en campañas políticas. Amante de la historia y fiel creyente en el debate público.
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