Ser diferente no es ser mejor o peor
Alfred Adler
Todas las teorías sobre las conspiraciones de las malvadas élites, terrícolas o extraterrestres, para esclavizar a la humanidad, revividas en el imaginario colectivo ante la pandemia del Covid19, tienen como objetivo principal ocultarnos que llevamos siglos, si no es que milenios, siendo esclavos de cualquiera que sepa explotar nuestra necesidad de agradar a los demás.
Nuestras vidas están dedicadas a construir un yo artificial que convenza, primero a nosotros mismos, de que somos lo que los otros consideran que debiéramos ser, para obtener la ansiada recompensa: aceptación, validación, valoración, reconocimiento, amor y, en general, aquello que afectivamente necesitamos para sentirnos felices y seguros.
Ese yo falso se llama máscara. Tan identificados estamos con ella, que cuando tratamos de autodefinirnos solo enumeramos las características que le hemos dado a esa cubierta, pero en realidad somos unos desconocidos para nosotros mismos. Incluso quienes se revelan ante las exigencias familiares o sociales están lejos de conocerse, pues siguen buscando fuera sus referencias de identidad, en grupos que representan lo contrario a lo que se espera de ellos.
La falta de contacto con nosotros mismos nos crea una sensación casi permanente de vacío, la llamada angustia existencial, que le resta sentido a la vida, pero continuamos buscando fuera lo que ya tenemos dentro. Esta aparente terquedad es en realidad un condicionamiento, una programación, que debemos a la “educación de la recompensa”, llevada más allá de su utilidad, hasta convertirla en una forma tóxica de convivencia con otros y con uno mismo.
Desde que nacimos, nuestros padres se relacionaron con nosotros imponiéndonos, en palabra y ejemplo, la mayoría de las veces contrapuesto uno con otra, modelos de pensamiento, sentimiento y conducta de acuerdo a lo que consideraban que debíamos ser. Si lo hacíamos bien nos daban una recompensa, si lo hacíamos mal un castigo o hasta golpes. En la escuela encontramos el mismo modelo.
Debíamos ser niños obedientes, tranquilos, cumplidos, limpios, muchas veces callados, listos, bien portados y agréguele. En la medida en que íbamos cumpliendo con estas características, nuestros padres y maestros nos daban un premio o un castigo, generalmente acompañados de expresiones emocionales de aceptación o rechazo, lo que equivalía en nuestro entendimiento a ser o no amados. Es decir, la gran carga emocional de la recompensa es el amor. O sea, es la vida o la muerte lo que está en juego.
La recompensa es el primer método, lógicamente necesario, para impulsar a un niño a aprender, pero lo que hemos hecho como sociedad es perpetuar este sistema de aprendizaje hasta la edad adulta, de manera que creemos que aquello que necesitamos siempre provienen de los demás, y por tanto las reglas, los cánones y las condiciones para obtenerlo.
Y así creamos estereotipos de belleza, éxito, inteligencia, etc., para moldear las formas de pensar, sentir y actuar que nos granjearán, en primera instancia, la adecuación social, y a partir de ahí la aceptación específica de grupos y personas, según destaquemos en la competencia de cualidades.
Dos son los efectos de este sistema: el primero consiste en que no aprendemos a responsabilizarnos de nosotros mismos, de lo que pensamos, sentimos y hacemos. Los demás siempre tienen la culpa, porque tienen lo que necesito y deseo, y no me lo dan. El segundo es la inmadurez. No crecemos, solo jugamos a ser adultos, pero dentro llevamos un niño muy asustado, berrinchudo y con una o varias de las heridas de infancia a flor de piel: abandono, injusticia, traición, rechazo, humillación.
Ahora bien, el cambio que requiere la humanidad, y que se ha hecho evidente con la emergencia sanitaria, no es otro que un nuevo sistema de aprendizaje de vida, por tanto, un nuevo tipo de responsabilidad, porque este planeta ya es insostenible cuando la culpa de lo que pasa la tienen siempre los demás. Pero eso es para el siguiente artículo.
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