No ver, no oír, no decir
Los académicos que analizan las acciones de gobierno coinciden en que la mayoría de las grandes catástrofes en las que intervinieron decisiones de los altos mandos, pudieron evitarse. Así ocurrió, por ejemplo, con las explosiones del reactor nuclear de Chernóbil y del transbordador espacial Challenger.
En ambas tragedias, quedó perfectamente documentado que una serie de decisiones erróneas tomadas por los gerentes o funcionarios a cargo, incluyendo el ocultamiento de información, desencadenaron situaciones de crisis. Los desastres que les siguieron, cobraron vidas humanas y dejaron la amarga sensación de que no se hizo lo suficiente para evitarlos.
Allá arriba, en la morada de los jefes, la política y otros intereses nublan la razón, por lo que las estadísticas y los indicadores técnicos son irrelevantes. Al mismo tiempo, los especialistas y expertos estorban y, si insisten con sus apreciaciones “incomodas” y “catastrofistas”, se les despide.
Asimismo, el personal técnico, quienes tienen la información precisa y de primera mano, suelen callar por temor a ser reprendidos; por lo que, generalmente, acatan instrucciones, a pesar del riesgo.
La conclusión a la que los distintos analistas llegaron, fue que ambas explosiones ocurrieron aun habiendo múltiples advertencias que señalaban la presencia de una crisis. Afirman que éstos, entre otros sucesos de la historia, no se les puede catalogar como accidentes, y sí en cambio, debido a los errores humanos, deben registrarse en la categoría de desastres que pudieron evitarse.
En este sentido, justo en el momento de la crisis, previo a los desenlaces que ya conocemos, los gerentes y las más altas autoridades, perdieron los sentidos de la vista y la audición. Me explico.
Los indicadores estaban allí y eran alarmantes. Anunciaban con claridad y precisión una tormenta: la temperatura en la planta nuclear de Chernóbil y un defecto en el diseño de los empaques para evitar la fuga de combustible en el Challenger. Lamentablemente, los dirigentes aparentaron ceguera frente a lo evidente.
Por otro lado, los especialistas también lo advirtieron: “El reactor 4 no está listo para la prueba” y “El Challenger no puede ser lanzado”. De nueva cuenta, las autoridades despreciaron las señales que arrojaban los datos técnicos, y se negaron a escuchar a los expertos; incluso, excluyeron a los propios astronautas de la toma de decisiones.
En algunos casos, llegaron a despedir a los especialistas. Así sucedió en la NASA con un grupo de ingenieros que discernían con el pensamiento y las prioridades de los jefes, quienes, por cierto, recibieron la presión desde Washington para que el transbordador despegara a como diera lugar.
Pero más allá de las fallas en los sentidos y en las decisiones de los responsables de contener ambas crisis, lo verdaderamente grave fue que los estudios de ambos casos nos revelaron que los errores fueron provocados por factores políticos. Los problemas técnicos eran perfectamente conocidos, sin embargo, las burocracias políticas decidieron sepultarlos y no resolverlos.
Por una extraña “coincidencia”, los dos desastres ocurrieron en 1986. En ese año, tanto en la Rusia todavía comunista de Gorbachov, como en los Estados Unidos al final de la Guerra Fría con Reagan, prevalecían las lógicas del poder y la “grandeza”. En ambos sistemas se gobernaba para la opinión pública y la prensa internacional. Se despreciaban o, en el peor de los casos, se ocultaban las estadísticas adversas y los indicadores negativos.
En Rusia, no sólo se pudo evitar el desastre en la planta de Chernóbil, sino que, una vez sucedido, el gobierno trató de ocultar información para no afectar políticamente al régimen y minar su aparente esplendor en la generación y tratamiento de la energía nuclear. Por otro lado, en los Estados Unidos, el apurado lanzamiento del Challenger se debió a las presiones e intereses políticos de la Casa Blanca y a las ambiciones económicas de algunos proveedores cuyas ganancias dependían de la concreción de la misión espacial.
Ambas historias son fascinantes, porque representan auténticos descalabros del gobierno. En ese afán de imponer la lógica del poder sobre el rigor técnico, provocaron la pérdida de vidas humanas y pusieron en riesgo a la población.
¿Cuál es la lección que nos dejan ambas historias? Es simple y elegante: la lógica política del poder fundada en la “grandeza” y en el “ocultamiento de las malas noticias”, es una práctica endémica de los gobiernos. Por ello, llama la atención que recientemente se soslayen las características que ofrece el Producto Interno Bruto (PIB) como un indicador para medir la situación económica de un país, sólo porque en los últimos trimestres no se han alcanzado los resultados prometidos.
Esquivar la información reciente del PIB que muestra los niveles más bajos de los últimos diez años y desacreditar a las voces de los estudiosos de la economía que señalan a las políticas de la presente administración como algunas de las causas del estancamiento iniciado en 2019, seria caer en el mismo error de un gobierno conservador al estilo Ronald Reagan o el de uno autoritario identificado con Mijaíl Gorbachov, que desestimaron las señales de alerta que anunciaban una catástrofe.
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