Nunca vivimos, siempre estamos en la expectativa de vivir
Voltaire
Los seres humanos siempre estamos esperando algo, de buena o de mala manera, es decir, con esperanza o con expectativa. En el primer caso estamos ante esa actitud en la que deseamos que algo suceda o no, pero si ocurre lo contrario o distinto, estaremos bien; la segunda es aquella en la que hacemos depender nuestra estabilidad emocional de lo que anticipadamente damos por hecho, para que pase exactamente como lo damos por hecho, en sentido positivo o negativo.
Se habla muy frecuentemente de moderar expectativas o tener expectativas realistas, pero la verdad es que, en cualquier caso, siempre es mejor no tenerlas, porque son el principio del autoboicot. Ahí donde las ponemos, encontraremos frustración o decepción.
La psicología define las expectativas como creencias de cara al futuro que dependen tanto de aspectos objetivos, como subjetivos, y la recomendación es siempre darle mayor valor a los primeros, para que lo anticipado sea factible.
Lo que no se toma en cuenta es que, cuando estamos a la expectativa, ponemos la vida en suspenso, pues hemos determinado también con anticipación la forma en que habremos de sentirnos cuando tal o cual pase o no pase, ya seamos los generadores de cualquier cosa orientada a un logro, es decir, proactivos, o simplemente estemos exigiendo tácitamente algo de alguien, incluidos, claro, nosotros mismos.
Y no se dice porque la psicología moderna ha perdido la brújula en el aspecto espiritual del ser humano, la dimensión del alma. Cree en ella, sí; la toma en cuenta dentro de la psicoterapia tradicional, no, porque no hay ciencia que la conozca. Existe, sin embargo, el enfoque de las constelaciones familiares, un método de terapia sistémica en el que muchos no creen todavía, porque parte, precisamente, de los estados del alma.
Cuando hablamos del alma todos conocemos de primera mano la esperanza, esa confianza profunda en el futuro, en que, de cualquier manera, todo estará bien, aun cuando no sea exactamente como queremos, porque… y aquí está la diferencia con la ciencia: hay un Dios. No ese que creemos que existe porque así nos lo enseñaron, sino ese con el que hemos entrado en contacto.
Así es, la esperanza es para quienes creen en Dios con el alma, no solo con el intelecto. Para quienes lo han encontrado dentro de sí, no solo buscado en las iglesias o cualquier clase de tempo.
La expectativa, por el otro lado, es el lenguaje del ego, esa personalidad que hemos creado para coexistir y convivir con otros, dándonos por supuesto prioridad, pues la autopreservación es también la de la especie, aunque la primera excluye a la segunda cuando el alma ni pinta en el lienzo de vida.
El ego, por cierto, no es nuestro enemigo, como se nos ha querido hacer creer después de que lo formulara teóricamente Freud. Ni siquiera tiene vida propia. Es el aspecto socializador de cada uno, la máscara, necesaria para nuestra supervivencia personal y de especie. Pero si no está dirigido por el alma, por el aspecto espiritual, que es el que nos permite mirarnos en perspectiva, como observadores de nosotros mismos, él hará lo que considere necesario para que prevalezcamos, y en muchos casos eso se aleja de la única conducta que realmente lo permite: la adaptación. En cambio, recurrirá a la aplicación de la fuerza, la agresión, la violencia, o, del otro lado, el drama del victimismo, la manipulación, el chantaje.
Ahora bien, de entre nuestras expectativas, las ocultas para nosotros mismos, las pasivas, digamos, ya sea sobre lo que debiéramos hacer o no hacer, sentir o no sentir, o la forma en que los demás deben comportarse, son las que más daño nos hacen. Están en nuestra psique como creencias colectivas mezcladas con experiencias personales que fueron guiadas e interpretadas a la luz de aquellas.
En el próximo artículo le diré cómo operan.
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