La huida no ha llevado a nadie a ningún sitio
Antoine de Saint-Exupery
Uno de los motivos más comunes de sufrimiento es que solemos creer cosas diferentes con el intelecto que con la emoción. Se llama incongruencia y es bastante dolorosa, pero llevadera si culpamos a los demás de las actitudes y conductas resultantes de esa disociación, porque eso evita hacernos responsables de la tortura interior.
De la incongruencia provienen los flagelos de la autoexigencia como el “debería”, “tendría que” y el famosísimo “si hubiera”, porque mientras las creencias del intelecto son relativamente dinámicas (excepto para los necios) y cambian para hacernos quedar bien, las de la emoción son definitivamente tercas y férreas para mantener las cosas como están o forzarlas para que sean como queremos.
Un ejemplo muy común: la ciencia ha demostrado que los seres humanos percibimos subjetivamente la realidad y cada uno de manera distinta, de acuerdo a su propia historia, expectativas y personalidad. Hay coincidencia con las percepciones de otros debido, obviamente, a los factores especie y cultura.
De ahí que hoy en día aceptemos ampliamente el valor y la respetabilidad del punto de vista personal; excepto, por supuesto, en aquellas partes del mundo en las que abiertamente se niega el derecho humano a la igualdad.
Sin embargo, nos comportamos la mayoría de las veces como si eso fuese una falacia. La creencia de la emoción nos dice que el mundo es como lo percibimos individualmente, y buscamos ratificación en otras percepciones coincidentes.
La creencia de la emoción nos dice también que nosotros somos los que tenemos razón, respecto de otros que sostienen cualquier otra cosa que nos contradiga, y nos asegura además que ella es lo que somos y por tanto debemos aferrarnos a su enfoque.
Ante otros, sostenemos la creencia intelectual de que debemos escuchar a los demás y respetarlos, e incluso, parafraseando a Voltaire, defender su derecho a expresar su opinión, aunque no estemos de acuerdo. La realidad es que mientras oímos lo que dicen estamos reaccionando con desprecio, ira, indignación y/o burla; descalificando, censurando y armando el argumento en contra que expresaremos, bien con una falsa ecuanimidad, una autoproclamada superioridad doctoral o una explosión de indignación e ira vituperante.
Ahora extienda esta disociación a casi todo lo que le acontece en la vida y se encontrará con un ser muy torturado, lleno de creencias de lo que debería ser y hacer, que, por supuesto, ni es ni hace. Cuando pensamiento y creencia coinciden, tenemos una convicción, que no es, como solemos considerar, sinónimo de verdad, realidad, acierto o asertividad; puede de hecho constituir una barbaridad y por su petrificación una necedad, pero claramente no es un punto de conflicto interior.
Sin embargo, el rasgo predominante en el ser humano, afortunadamente, es la disociación creencial y no la convicción. Lo celebro porque en nombre de las convicciones somos capaces de acabar con la vida de nuestros semejantes y la propia, en un mundo que puede ser interpretado de muchas otras maneras que no nos lleven a querer imponernos a los demás, y una existencia que, por tanto, puede igualmente ser llevada de forma más relajada y armónica.
Así pues, culturalmente están sobrevaluadas las convicciones, que su utilidad tienen, claro, pero no como guías de vida. En fin, que la disociación de creencias o incongruencia genera crisis, que no son otra cosa que impulsos al cambio, cuya frecuencia siempre es perturbadora para el afán de estabilidad del ser humano.
Ahora sabe a qué le huimos todos constantemente. Nuestra necesidad de fuga no radica en las desagradables circunstancias en que nos encontramos, sino en la crisis interna, proveniente de un intelecto que ha procesado la situación contra una condición emocional compuesta de un sentimiento de impotencia por no poder controlarlas y miedo a la adaptación emocional.
Adicciones, viajes, redes sociales, trabajo, hobbies, a cualquier cosa nos aferraremos para evitar hacernos cargo de la crisis.
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