En el municipio de Celaya, en el estado de Guanajuato, junto a unas instalaciones educativas, se encontraron los cuerpos de seis jóvenes. Fueron ejecutados por el crimen organizado. Algunos de ellos eran familiares entre sí y varios estudiantes de la carrera de medicina.
Sobre el tema, el presidente señaló que los muchachos murieron cuando compraban drogas. Supongo que algún subordinado le mal informó sobre el caso. El hipotético colaborador no le alertó sobre el trato que se debe dar a este tipo de casos. Ni le señaló lo importante de cuidar los aspectos legales y la protección de los derechos de las víctimas y sus familiares.
Imagino el dolor de los padres, hermanos y amigos ante los homicidios, pero también la indignación por los comentarios que minimizan lo sucedido. ¿Por qué afirmo lo anterior? Muy sencillo, al agregar en la narrativa la posibilidad de una conducta impropia de los jóvenes, se les responsabiliza de lo sucedido. Con lo anterior, se abona al olvido, y por consecuencia a la repetición de hechos similares. Además, se ofende y daña la honorabilidad de las víctimas y sus familias.
En el país, la mayor crisis se da en el tema de seguridad. Salvo algunas entidades, el resto se ha convertido en tierra de nadie. En diversos sitios hay un baño de sangre, en otros, el crimen extorsiona o conduce los gobiernos o domina las actividades económicas; o las tres cosas a la vez. No hay, desde el gobierno federal, una estrategia para recuperar la paz. Una paz que sí es posible, pero que en el imaginario se ha convertido en ilusión.
Las víctimas del crimen son de todas las edades y condiciones sociales. Todos los homicidios duelen, pero los de los jóvenes tiene un significado especial: se asesina el futuro de la nación y la esperanza de padres y abuelos. A mi parecer, terminar con la vida es lo más estúpido que sucede en la humanidad. Esos jóvenes muertos, no tendrán hijos ni nietos, no verán ni el sol ni los atardeceres, no van a recorrer el mundo, ni a sentir la caricia del ser amado. No tendrán aquella tentación de Kazantzakis o Salinger: la de disfrutar la vida.
Era un niño, Saltillo se convulsionó por el homicidio de un estudiante, el gobierno estatal y las instituciones entraron en una grave crisis. Estaba cerca el movimiento del 68, y en mi entidad se vivían los días de los movimientos autonómicos. Miles de muchachos salieron a las calles a protestar. A un viejo político le escuche decir: la vida es sagrada y más la de los jóvenes. Que distinto era aquello y que pinche lo que nos sucede.
Carajo, ¿qué nos pasa? Ahora matan a miles. Hace unos días fue Celaya, antes Lagos de Moreno, los telefonistas de Guadalajara, los médicos de Zacatecas o los desaparecidos de todas partes. Es importante actuar. Todavía estamos a tiempo de recuperar el país. No queda mucho espacio. El narco, con la complacencia, apatía o miedo de los políticos, va sobre el control de las autoridades.
No resisto relatar con melancolía, aquella primera caminata nocturna para llevar a su casa a la compañera de secundaria, éramos casi niños, o las parrandas universitarias que terminaban con un regaño de mi padre, o un viaje en vocho, que en mi juventud, me llevo con tres amigos hasta el lejano Chetumal. Todo eso sin riesgo.
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