Aquellos que quieren cantar siempre encuentran una canción
Proverbio sueco
La única razón por la cual no somos felices, es que no entendemos de qué se trata la felicidad. Creemos que consiste en experimentar la vida que nos gustaría tener, no la que tenemos. Por tanto, la felicidad de los otros también es cuestión de que experimenten la vida que nos gustaría que tuvieran, no la que tienen.
Sin embargo, en la carrera por la vida, lo que hoy nos gustaría será un día lo que estaremos experimentando, y no nos gustará, algo le faltará, porque si la insatisfacción es la regla en el presente, lo será en el futuro si no comprendemos la naturaleza de la felicidad.
Nuestros padres no eran felices y por tanto no supieron como enseñarnos a serlo, pero creían firmemente que sabían a ciencia cierta lo que teníamos que hacer para alcanzar la felicidad o, por lo menos, para no “arruinar” nuestras vidas y/o sufrir.
Desde la misma infelicidad de nuestros padres, o al menos desde la misma insatisfacción, repetimos el patrón cuando nos convertimos en padres a nuestra vez. Nos creemos con el derecho de intervenir en la vida de nuestros hijos más allá de lo sano, es decir, rebasando el ámbito de una respetuosa opinión y tratando de controlar adultos que ya no necesitan que les digamos qué pensar, sentir, decidir o hacer, poque ha comenzado su propio tiempo, su camino, su personalísimo destino.
Así pues, a nuestros hijos no tenemos que enseñarles qué hacer o no hacer para ser felices, sino cómo serlo. Se educa como se predica, con el ejemplo. Comencemos, pues, por nosotros mismos: no es necesario buscar la felicidad. Es como el amor: un compromiso incondicional. Por supuesto, si no sabemos amar de esta forma, tampoco sabremos ser felices bajo el mismo requisito.
La felicidad no significa sentirse todo el tiempo bien, alegre o hasta eufórico pase lo que pase. Esa es la falsa idea que tenemos de ella. Se trata de no condicionarla a lo que nos suceda en la vida. Sea lo que sea que nos pase, podemos elegir no hundirnos en nuestro drama personal y, a pesar del dolor e incluso la desesperación, saber que hay un lugar en nuestro interior donde podemos estar en paz.
Hacia allá es hacia donde nos dirigimos para encontrar la felicidad, no hacia la riqueza, el éxito laboral, el reconocimiento público o aún la familia. Es hacia nuestra alma, donde siempre hay un remanso.
A veces llegamos solos, a veces de la mano de alguien, pero una vez que hemos aprendido a hacer contacto con nosotros mismos, nos iremos volviendo doctos en el camino de regreso.
Desde ahí comprendemos profundamente que nuestros seres queridos: hijos, pareja, hermanos, padres, amigos, tienen su propio camino, y por tanto deben tomar sus propias decisiones, tal como nosotros lo hicimos.
Cuando intervenimos en la vida de otros más allá de lo sano, lo hacemos por y desde nuestra propia infelicidad, porque aquél que es feliz sabe que lo primero que debe evitar es tratar de controlar personas o moldear la realidad a su gusto.
Lo que hacen otros, por muy cercanos que sean y por erróneas que sean sus decisiones, es exactamente lo que tienen que hacer en ese momento para recorrer su propio camino en la vida, el que les corresponde, el que solo ellos pueden caminar y del que tendrán que responsabilizarse.
La preocupación y el dolor que pueden causarnos las decisiones de las personas que amamos son nuestro problema, no de ellos. Es decir, la forma en que nos sentimos es nuestra elección y no su culpa.
Comprender esto tiene una gran ventaja: está en nuestras manos sentirnos de otra manera. Por ejemplo, felices, a pesar de los pesares.
Los demás no viven para calmar nuestros malestares. Existen para sí mismos.
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