Al iniciar su administración, el Presidente Miguel de la Madrid designó a Horacio García Aguilera, Secretario de Agricultura y Recursos Hidráulicos. Con una vida trabajando en el FIRA, la oficina burocrática en materia agrícola del Banco de México, el Secretario no tenía experiencia en esta área de la política agrícola mexicana, que implicaba mucho trabajo político y por ende conocimiento de cada uno de los elementos que participaban en esta empresa tan delicada del país.
Los esquemas tecnocráticos de García Aguilera y su equipo de FIRA chocaron de frente contra la realidad del campo. Sus propuestas carecían de sensibilidad social y por tanto no incluían mecanismos políticos que facilitaran su aplicación. De igual forma, al interior del aparato administrativo, los recién llegados se enfrentaban a la burocracia en todos sus niveles. En pocas palabras, no nos entendíamos.
La situación hizo crisis a los pocos meses de iniciado el sexenio. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Secretaría convocó, con éxito, a un paro de labores. Por primera vez, según decían los expertos, la dependencia vivía una manifestación de este tipo. Un Sindicato de dócil comportamiento ahora enfrentaba abiertamente a la autoridad, ante la complacencia de muchos funcionarios que de plano no soportaban el actuar errático del Secretario y de su equipo cercano, y que veían en este movimiento gremial la posibilidad de un cambio de mandos.
Estaba el río tan revuelto que en una de las asambleas sindicales hasta yo le entré con un discurso tan combativo que de inmediato llamó la atención de una “célula” (así le decían a un pequeño grupo de militantes) que el Partido Revolucionario de los Trabajadores tenía en la Secretaría. Por supuesto que defendí todo tipo de reivindicaciones laborales y ya picado propuse la realización de un nuevo paro nacional en caso de que la autoridad no cumpliera todo tipo de loqueras que se me iban ocurriendo a medida que mi discurso elevaba el tono.
Por supuesto que la representación sindical, una vez que terminé mi intervención, tomó la palabra para calmar los ánimos y justificó mi vehemencia argumentando que mi juventud y apasionamiento me llevaba a plantear propuestas tan extremas que eran muy difíciles de negociar con la autoridad. Una de esas propuestas se llamaba Servicio Civil de Carrera que en algunos países ya se había implementado.
Días después, a través de una amiga, recibí una invitación para platicar con el grupo de perretístas de la dependencia. La idea era, según se me informó, sostener una plática y conocer una casa en donde realizaban trabajo de planeación política. Me entusiasmo la idea. El PRT, una organización trotskista que constituía la sección mexicana de la Cuarta Internacional, tenía como uno de sus principales objetivos la lucha contra la opresión de los trabajadores del campo y de la ciudad, y el establecimiento de un gobierno obrero y campesino.
Lo mejor que tenía ese partido era la presencia en sus filas de una luchadora incansable: La señora Rosario Ibarra de Piedra, nacida en Saltillo, mi pueblo, y radicada en Monterrey, doña Rosario sufrió el secuestro y desaparición de su hijo en los setentas, época de la llamada “guerra sucia mexicana”. A partir de su tragedia inició una angustiante pasión en busca de su hijo, lo que la convirtió en una de las principales dirigentes en pro del respeto a los derechos humanos y en contra de la represión.
En todo eso pensaba una tarde de sábado, cuando llegué al sitio de la reunión con algunos jóvenes integrantes de ese partido. Una vieja casona, con un gran patio, en una calle paralela al eje central “Lázaro Cárdenas”, a tres cuadras de lo que en un tiempo fue “Niño Perdido”. Una casa de seguridad, pensé, y mi imaginación voló, aún más cuando vi a un grupo de jóvenes activistas preparando plantillas de papel periódico que después servirían para dejar impresas las consignas del partido en las diferentes calles de la ciudad. Seguramente así trabajó el Comandante Carlos Fonseca Amador en Nicaragua. “Vimos tus letreros subversivos por todos los muros de nuestro pueblo”.
Platicamos largo rato sobre Doña Rosario, sus proyectos y la posibilidad de que me integrara a las filas del partido como militante activo. Me expusieron sus causas, la necesidad de que más gente se uniera a ellas. Los escuche con respeto y atención, tenían razones difíciles de rebatir, fáciles de compartir; sin embargo, no eran el medio que yo deseaba escoger, y les hable sinceramente.
Yo he decidido trabajar en el servicio público y por este momento lo que deseo es buscar una beca para seguir preparándome, y claro que estoy de acuerdo en sus deseos y sus motivos, por supuesto que al país le hacen falta unas buenas reformas que le hagan recobrar la fuerza de un sentido social más comprometido con los que menos tienen.
Meses después ingresé a estudiar al Instituto Nacional de Administración Pública, pero siempre me quedó el recuerdo y la admiración por Doña Rosario.
@Pepevegasicilia
josevega@nuestrarevista.com.mx
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