JOSÉ VEGA BAUTISTA
El día de la tragedia de San Juanico en noviembre de 1984, pensé en mi amigo y padrino Carlos Ayala. Cómo la estaría pasando en su función de coordinador de comercio interior de PEMEX. La explosión alcanzó, además, a UNIGAS, una de las principales plantas de distribución de gas LP de la zona metropolitana, situación que agravaba más el proceso de abastecimiento del producto a domicilios y empresas, gran reto para él. Decidí visitarlo, ponerme a sus órdenes, ayudarlo, que para eso son los amigos; en las buenas y en las malas; hoy por ti, mañana por mi; más vale a tiempo que tarde, etcétera.
Ocupado el hombre no tenía espacio en su agenda, dejé el recado: “Ahora si lo único que quiero es ayudar, servir a mi gente”. Yo se lo paso y lo reporto con usted en cuanto pueda, amable la secretaria al teléfono, en persona un poco hosca. Y es que mi facha no ayudaba: cabello largo, sin arreglar; mezclilla deslavada en todo el cuerpo y no por lo moderno, sino por los años de uso; botas viejas y raspadas, pobretón de a tiro, en un mundo de casimires, sedas y camisas blancas. Y apegados a la máxima de cómo te ven te tratan. Se sufre Merceditas, se sufre.
¿Y de animo?, bien gracias. Lo primero que hay que hacer es tener serenidad y paciencia, si seguimos la vieja recomendación que a su pequeño amigo Solín hacía el místico Kalimán, el hombre increíble. Increíble que fuera tan paciente.
Esperé hasta diciembre, el mes perfecto para irle a desear dicha y felicidad, me presenté en su oficina con la idea además de informarle mi plan de pasar las vacaciones de navidad en Saltillo, así se lo hice saber a la secretaria quien después de trasmitirle mi intención salió y con cara de urgencia me ordenó: no se vaya que a Don Carlos le interesa hablar con usted.
Al cabo de un rato mi amigo salió personalmente por mí y me pidió que me quedara en la ciudad de México esa temporada. A raíz de los terribles acontecimientos, surgieron problemas de abasto de gas en la zona metropolitana de la capital del país. El mercado que cubría la empresa Unigas, al estallar ésta, se había quedado descubierto, sin atención, y requería de un esfuerzo de logística para que otras empresas distribuidoras surtieran el combustible eficientemente y a la par llevar a cabo una negociación en el seno de los organismos empresariales del ramo para que se establecieran cuotas de clientes a cada distribuidor y el compromiso de que una vez que la empresa Unigas estuviera en condiciones de integrarse, se le respetaría la cartera de clientes que tenía al momento del accidente.
Para dar seguimiento a tal tarea se creó el Centro Coordinador de Gas, una oficina eventual que funcionaría en el marco de la coyuntura, conformada por personal de la empresa paraestatal y por gente de nuevo ingreso, entre ellos estaría este humilde servidor, de acuerdo con la propuesta de mi padrino de generación.
Acepté de inmediato, esa misma tarde me presentaron a mi jefe y me dieron instrucciones. El sueldo, a toda madre, no solo alcancé la inflación, sino que la rebasé, puse en orden mis cuentas con la señora Betts, mi rentera, y don Richi, el jefe del comedor del INAP, donde estudiaba la maestría. Me di a la tarea de organizarme para empezar a disfrutar otro tipo de vida, no faltaba más. Con la segunda quincena en la bolsa me encaminé hacia la esquina de Insurgentes y Aguascalientes, el señor Florsheim me esperaba con dos pares de zapatos tipo bostoniano, los clásicos, el café y el negro para que combinen. Con nostalgia me despedí de mis viejas botas vaqueras, confieso que lo pensé mucho antes de tirarlas, cuantos recuerdos, cuantas hazañas, ya ni las medias suelas las salvaban. Fin de una bella época.
Aun pensativo, crucé la avenida y me fui directo a aprovechar el lunes de dos por uno de almacenes Emmy. Necesito por lo menos cinco trajes de casimir completos, dos sacos sport y pantalones combinables, con sus respectivos accesorios, camisas, corbatas y calcetines, le solicité amablemente al dependiente. Me llevó toda una tarde, con un vendedor y un sastre de planta, pero el objetivo se cumplió. Ya podía andar presentable por la vida, los próceres vagos no me la perdonaron. ¿Cuál pequeño burgués?, si es mi ropa de trabajo, argumenté. Lo que más les chocaba eran mis tirantes y el pañuelo blanco que asomaba delicadamente por la bolsa superior de mi saco. ¿Qué culpa tengo yo de ser así?
Por supuesto seguí estudiando y, en mi tiempo libre trabajaba, lo bueno es que por la característica del trabajo pude realizarlo sin demeritar mi formación académica. A la siete de la mañana tomaba mis clases y aprovechaba un break de mediodía para visitar a las compañías gaseras. Qué tal, cómo están sus inventarios, en qué podemos ayudarles, no se coman el mandado, etcétera. Básicamente tomarle el pulso al ambiente, recopilar información para reaccionar antes de que los problemas crecieran. Todo lo informaba ya por la noche y, si algo me parecía urgente, pues antes. La idea era tener vasos comunicantes que evitaran que la situación nos rebasara.
Así pasó el último año de la maestría entre aulas, bibliotecas, gaseras y restaurantes, hasta finalmente asistir a la ceremonia de fin de cursos, en los que, por supuesto, el invitado especial fue mi padrino Carlos Ayala, al lado de mis tutores académicos Daniel Acosta, Felipe Solís y Arturo Núñez.
Don Carlos, te brindo mi abrazo agradecido. Dios te siga cuidando.
josevega@nuestrarevista.com.mx
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