PUNTO DE CIENCIA

 

LA HISTORIA COMO CIENCIA DEL PRESENTE

 José Gabino Castillo Flores

Pocas ideas están tan arraigadas —y tan equivocadas— como aquella que reduce a la Historia (la Historia con mayúscula, es decir, la ciencia histórica) a una sucesión de fechas, batallas y héroes. Esa visión escolarizada, que todavía persiste en muchos libros de texto y discursos oficiales, ha hecho un daño profundo: ha convertido a la Historia en un saber decorativo, anecdótico, una especie de museo de curiosidades que se desempolva en conmemoraciones. Pero la Historia es otra cosa, es, en realidad, una herramienta crítica, una ciencia social imprescindible para comprender el presente y pensar en futuros más justos. La Historia no es un saber del pasado. Se trata, sobre todo, de una forma de pensar las raíces de los problemas que hoy nos afectan, tales como racismo, desigualdad, violencia, autoritarismo, guerra, pobreza, calentamiento global, migración, exclusión, etcétera. Nada de eso se puede explicar si no entendemos sus causas sociales, económicas y políticas que les dan forma. A eso nos ayuda la Historia.

No cabe duda de que las y los historiadores estudiamos el pasado, pero no lo hacemos por nostalgia ni por culto a la memoria, lo hacemos porque el pasado no está muerto. Vive (como herencia histórica) en las instituciones, en las leyes, en la arquitectura, en las formas de pensar, en las creencias religiosas, en los silencios, en las relaciones entre los Estados y en las formas de dominación. La Historia nos ayuda a entender que lo que hoy parece normal es, en realidad, el resultado de procesos sociales concretos, muchas veces violentos, que hunden sus raíces en tiempos lejanos. Pensemos en la migración, por ejemplo, que hoy se discute como un problema del presente, como si fuese un fenómeno espontáneo. Pero ¿qué historias de despojo, colonialismo, imposición de fronteras y desigualdades globales están detrás de los flujos migratorios contemporáneos? ¿Qué políticas históricas de exclusión han criminalizado a los migrantes, especialmente si vienen del sur global? Sin la Historia, todo eso se pierde de vista. La Historia nos devuelve el contexto, y con él, la posibilidad de comprender el mundo que habitamos.

Pensemos también en la educación. Se habla de calidad, de competencias, de reformas. Pero ¿quién define lo que vale como conocimiento? ¿Qué papel ha tenido la escuela en la reproducción de las desigualdades? ¿Por qué persisten formas de exclusión estructural en los sistemas educativos? Todo eso tiene historia. Y conocerla es fundamental para no repetirla. La Historia también nos permite cuestionar los discursos dominantes. Nos ayuda a reconocer quién cuenta la Historia, desde dónde y para quién. Nos obliga a preguntarnos por las voces ausentes, por las historias invisibles. Por eso, hacer Historia no es un pasatiempo, sino una urgencia para un mundo que pareciera sumido en el caos.

Por esta razón reducir la Historia a un saber erudito o a una colección de datos muertos es, en el fondo, una forma de negarle su papel político y social. Porque una Historia crítica, una Historia que incomoda, es peligrosa. Peligrosa porque cuestiona, porque critica privilegios y pone en duda los relatos oficiales. Y sobre todo, porque ofrece alternativas de futuro. Por ello, reivindicar la Historia como una ciencia social no es un gesto académico, es un acto político y social. Implica comprometerse con la memoria, con la verdad, con la justicia. Implica, además, romper con la idea de que la Historia es cosa de especialistas o de archivos polvorientos y aceptar que está viva, y está en todas partes. En tiempos de crisis, de incertidumbre y de disputa por el sentido común, hacer Historia crítica es más necesario que nunca, es, en suma, una forma de resistencia.

 

Facultad de Ciencias Sociales

 

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