Los intentos de domesticar lo díscolo son la sentencia de muerte del amor
Zygmunt Bauman
Nuestros padres nos inculcaron lo que consideraban bueno y útil, pero no pudieron o no supieron –y en muchas ocasiones ni siquiera intentaron– convencernos de la bondad de lo que nos enseñaban, así que nos forzaron a aprenderlo, de una u otra manera.
En ese proceso nos traumaron; y es que, a su vez, ellos fueron traumados de la misma forma. Porque te lo ordeno, aquí mando yo, así debe ser y ya, mientras vivas en mi casa, en tanto te mantenga, entre muchas otras frases de dominio y anulación de la personalidad, han sido históricamente la vía del control de los hijos por parte de los padres.
Hay ocasiones, ciertamente, en que se requiere la imposición, especialmente cuando los jóvenes corren riesgos innecesarios en su necesidad de socializar y divertirse. Sin embargo, existen otras muchas situaciones en que debiéramos convencerlos sin manipulaciones, orientarlos y guiarlos, lo cual requiere algo que no sabemos dar porque no lo recibimos: ejemplo.
La dicotomía moral ha estado presente en todas las sociedades a lo largo de toda la historia de la humanidad. No hay articulación entre lo que se piensa, se siente y se hace, porque… la verdad es que no se trata de que todos nos comportemos en justicia como queremos que lo hagan los demás. La moralidad lleva en la mayoría de las ocasiones la oscura intención del control sobre otros, para satisfacer nuestras necesidades, subsanar carencias emocionales y ver por los intereses propios, concentrados como estamos en nosotros mismos, reproduciendo inconscientemente la incongruencia.
Por todo esto, antes de que entendamos de qué se trata realmente el amor, intentamos controlar al otro en nuestras relaciones, sean del tipo que sean. Toda nuestra cultura está encaminada a “hacer que el otro cambie para su propio bien”. La mujer, en oriente y occidente, ha sido educada para casarse, servir y obedecer a un hombre; pero en muchos casos se le ha hecho creer que, a su vez, puede, con y por amor, cambiarlo, para que sea un buen marido, padre y proveedor. En este intento queda atada a una vana esperanza, y mientras más presiona más fracasa. Esta particular interacción entre formas de control constituye uno de los grandes problemas de la humanidad.
La dinámica del control hace que una amistad, un matrimonio o aún una relación de compañerismo se conviertan en una batalla encarnizada de voluntades de predominio. El aparentemente dominado trata de controlar lo mismo que el abiertamente dominante, sea del tipo que sea la distorsión que impera en la relación. Ambos se resisten al otro.
Mientras más crece el intento de control más aumenta la resistencia y viceversa. La relación acaba mal. En la cúspide del conflicto, en pareja, amistad o compañerismo, ambos terminan siendo, uno para el otro, el traidor, el desleal o el que “no dio el ancho”.
En el camino del control, el controlador se agota, se desilusiona, se amarga y se vuelve escéptico respecto de la posibilidad de que existan las relaciones sanas, la persona adecuada y el verdadero amor. Quizá algún día se dé cuenta del patrón, quizá no y solo vaya reproduciéndolo a lo largo de su vida.
No obstante, a diferencia de apenas dos generaciones anteriores, hoy sabemos con toda certeza que podemos cambiar esto y que es relativamente fácil. Lo primero que debemos identificar y aceptar es la forma en que cada uno de nosotros pretende controlar a otro, para cesar de hacerlo.
Después podremos darnos cuenta de las técnicas, conscientes o inconscientes, de quien trata de controlarnos, para, fundamentalmente, dejar de resistirnos, lo cual no significa ser controlado, sino retirarse del ring, si es posible, o poner límites firmes que tengan consecuencias reales y no se queden solo en amenazas.
Así es como aprendemos a amar, porque amar y controlar son incompatibles en las relaciones.
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