VIVIR EN PRAGA (I)

Viviendo en Moscú de octubre de 1982 a enero de 1985, iba cada dos meses a pasar un mes en Praga donde trabajaba como correctora de galeras de la revista internacional Problemas de la Paz y el Socialismo.

Y regresé 20 años después con Matías, que quería estar en los sitios de mis andanzas.

Esa preciosa ciudad en las orillas del río Moldava, Vltava en checo, y la más importante de la región de Bohemia, es uno de los destinos más visitados del mundo.

Por su hermosura y ubicación se le ha conocido como Ciudad Dorada, Ciudad de las Cien Torres y Corazón de Europa.

Su historia inicia, con los Boios; pueblo celta, de cuyo nombre deriva Bohemia.

Llegaron después los germánicos, los eslavos y los avaros, pero se hizo ciudad hasta que se asentaron mercaderes y artesanos alrededor del castillo de los Premyslidas; dinastía que unificó las tribus checas en el siglo X.

Fue capital de la antigua Checoslovaquia, actualmente lo es de la República Checa y está formada por cuatro ciudades, que se le fueron integrando por diversos motivos.

En el 1061 Praga fue residencia de los duques de Bohemia y al concederle Wenceslao I el título de ciudad nació la Ciudad Vieja, Stare Mesto.

En 1257 conflictos con la población alemana originaron la segunda ciudad: Ciudad Pequeña, Mala Strana, solo para alemanes.

Con Carlos IV de Alemania y I de Bohemia, Praga se convirtió en la capital del Sacro Imperio Romano y los nacionalistas checos fundaron la tercera ciudad: Ciudad Nueva, Nove Mesto.

Y en 1598 se creó la cuarta ciudad: Barrio del Castillo, Hradcany, unida a las otras por el Puente de Carlos.

La revista Problemas de la paz y el Socialismo fue editada en Praga por la Unión Soviética, entre 1958 y 1990.

Recibía para su publicación textos de los secretarios generales de los partidos socialistas y comunistas del mundo; se distribuía a docenas de países y fue liga muy importante del mundo socialista.

El grueso de la gente que hacía la revista, incluyendo a representantes de todos los partidos, trabajaban o vagaban en un edificio llamado Vaticanito porque la fachada era igual que la del Vaticano, pero en pequeño.

Nombre muy bien puesto, porque ahí se redactaba mucho de lo concerniente a esa cuasi religión, que era entonces el socialismo.

«Matías en un café de Praga»

Los que trabajábamos en la sección española, lo hacíamos en unas instalaciones mucho menos elegantes y mucho más independientes, que se conocían como La Barraca.

Yo corregía la versión en castellano de esa revista mensual, pero no los textos originales escritos por los máximos dirigentes partidistas de los “partidos hermanos” del Partido Socialista de la Unión Soviética (PCUS).

Esos textos se traducían primero al ruso, para que un comité de soviéticos residentes en Moscú checara si tenían “errores conceptuales”.

Si estaban correctos, la versión rusa era retraducida al español y entonces me la pasaban para corregir estilo y puntuación.

Lo que además de burocrático, me parecía falta de respeto a la libertad de expresión de sus autores, porque no se publicaba la versión original; sino el resultado de dos traducciones, que a veces poco tenía que ver con el original.

Pero mi jefa Lyuda, una ucraniana feliz y agradecida de la vida, veía lo positivo:

“Así nos quitamos problemas Teresa”, me decía cuando reclamaba.

Agregando que una correctora anterior, había sido despedida porque se le acabó el renglón y separó la palabra artículo, poniendo arti arriba y culo en el de abajo con lo que quedó ‘culo de Lenin’.

“Falta muy grave” reiteraba Lyuda, que pese a vivir en una sociedad que se decía sin clases era muy consciente de las jerarquías.

“Mijail es jefe de Sasha, Sasha es jefe de Mitia, Mitia es jefe de Misha, Misha es jefe de Nadia, Nadia es jefa de Liena, Liena es jefa del tártaro, el tártaro es mi jefe y yo soy jefa de las secretarias y suya”.

¿O sea que estoy en el último lugar? le preguntaba divertida.

Y muy seria respondía “No se me deprima Teresa, no está al último; está por encima de la mujer que trae el café y de la que barre…”

Un día me comentó muy excitada que Tania, su hijita de 8 años le había escrito desde Moscú donde vivía encargada con una tía, que con motivo del día de la srenchina (mujer) habían salido al mercado helados de fresa y me preguntó si en México había helados.

Al responderle que de unos 40 sabores me miró con pena:

“Teresa, no voy a pensar mal de su país porque no haya helados o tengan únicamente un sabor, así que no es necesario mentir… Si nosotros ¡que somos la Unión Soviética! tenemos sólo de vainilla y a veces de chocolate o fresa, ustedes no pueden tener más…” y fue imposible convencerla de lo contrario.

Me encantaba trabajar en Praga rodeada de belleza, iba y venía a pie desde el hotel que la revista tenía para quienes no estábamos de forma permanente, hasta la Barraca distante unas 10 cuadras.

Y varias veces a la semana pasaba por el Puente de Carlos, uno de los monumentos más famosos.

El nombre le viene de Carlos IV de Bohemia, que puso la primera piedra en 1357 para sustituir al Puente de Judit, destruido por una inundación.

Con más de 500 metros de largo y 10 de ancho, tuvo 4 carriles destinados al tráfico de carruajes, pero cuando lo conocí ya era peatonal y siempre había artesanos, músicos y pintores.

A cada lado tiene estatuas de santos, 30 en total, construidas a principios del siglo XVIII; muchas son copias, las originales están en el Museo Nacional de Praga.

«Matías en el Puente Carlos»

La primera que se colocó fue la de San Juan Nepomuceno, Jan Nepomucký, santo patrón de Bohemia arrojado al Moldava en 1393 por Wenceslao IV para que se ahogara, porque no quiso revelarle si la reina le era infiel para no violar el secreto de confesión; fue santificado en el siglo XVIII.

Praga es una ciudad llena de leyendas y una de ellas afirma que el rey deseaba desaparecerlo, pero no pudo porque el cuerpo apareció en una orilla del río rodeado de una luz extraordinaria.

Que esa noche se cayó un arco y tras muchos intentos por reconstruirlo, solo pudo hacerlo un pobre albañil al que un diablo engañó y le arrebató a su hijito recién nacido.

Y que era tan milagroso, que colocando la mano izquierda en su estatua podían pedirse deseos que siempre serían cumplidos; me consta.

 

Autor

Teresa Gurza