UN FUERTE PARECIDO

Una vida de placer vuelve frívola hasta la mente más fuerte

Edward Bulwer-Lytton

Todos tenemos necesidades psicológicas básicas: amor, protección, seguridad, confianza y autoconfianza, pertenencia, reconocimiento y alegría, entre otras, que solo podemos satisfacer verdaderamente con una perspectiva propia, que parta de nuestra personalísima naturaleza. Desafortunadamente siempre estamos tratando de hacerlo desde el punto de vista ajeno.

El problema es que en el camino del crecimiento vamos olvidando quiénes somos en realidad, pues adoptamos variados estilos de personalidades superpuestas a la auténtica, para complacer o evadir a todos aquellos ante los cuales nos sentimos vulnerables o de los que pretendemos obtener algo a cambio.

Complacer o evadir son dos resultados de nuestras acciones que todos aprendemos a producir bajo el paradigma dominante, aunque parcialmente cierto, de que nuestras necesidades psicológicas básicas únicamente pueden ser satisfechas por los demás. Así que tratamos de cumplir sus expectativas para obtener una recompensa (aprobación, afecto, premio) o evitar el rechazo (regaño, castigo, descalificación).

De ahí ese otro paradigma, igualmente cierto a medias, de que nuestros padres son los encargados de satisfacer dichas necesidades, a partir del cual crecemos culpándolos de nuestras desgracias, por no haber sido perfectos.

La realidad es que hicieron lo mejor que pudieron, con el conocimiento que tenían en ese momento. Lo mismo puede decirse de nosotros respecto de nuestros hijos: si hubiésemos sabido que tratar de corregirlos diciéndoles: “no seas tonto”, era prácticamente hacerlos sentir como tales, y que la repetición de esta conducta finalmente los convencía de que lo eran, pues lo habríamos evitado.

Existen, sí, y cada vez más, lamentablemente, padres con graves daños psicológicos que abandonan, maltratan, violentan y, en general, abusan de sus hijos, causándoles grandes heridas que ellos “desquitarán” haciéndole lo mismo a otros. Hay quienes, por supuesto, evitarán repetir el patrón.

Y sirvan estos casos para discernir entre necesidades insatisfechas y heridas, porque acostumbramos ponerlas en el mismo costal de resentimientos y quejas. La verdad es que no estamos educados para satisfacer las necesidades psicológicas de nuestros hijos con base en sus impulsos primarios y sus personalidades. Los queremos convertir en quienes creemos que deben ser. En la mayoría de las ocasiones tratamos de que sean todo aquello que nosotros no pudimos ser o lo que fuimos obligados a ser, porque nuestros padres nos hicieron lo mismo.

Así pues, cuando un niño corre de un lado para otro de la casa y tiene mucha energía, en lugar de ponerlo a hacer actividades físicas que canalicen esa tendencia, le colgamos la etiqueta de hiperactivo, lo sentamos a ver tele y, si bien le va, a realizar tareas de concentración, o lo empastillamos para que se calme, no como una forma de equilibrar su impulso básico, sino de sustituirlo, lo cual va en contra de su naturaleza.

Ahora veamos otro ejemplo: tenemos un niño tranquilo, de tendencia contemplativa y reflexiva, cuyas preferencias son artísticas o intelectuales, pero es obligado a hacer deporte, ser competitivo, mostrarse dominante en público o hacer cualquier actividad que lo haga sentir vulnerable, para sobreponer sobre a la suya una personalidad “más adecuada”. En este, como en el otro caso, crecerá yendo en contra de su ser auténtico, porque interpretará que es incorrecto.

Ahora bien, cuál es el mayor problema de toda esta distorsión educativa: que como no satisfacemos nuestras necesidades psicológicas básicas vivimos tratando de compensarlas, cosa por cierto imposible. El resultado, en lo personal, será una vida insatisfactoria e infeliz; en lo colectivo, una sociedad de depredadores, en la que nadie se responsabiliza de sus acciones.

¿Cuál es el mecanismo de compensación? la eterna y obsesiva búsqueda de placer, al cual confundimos con felicidad; pero mientras ésta es duradera y siempre creciente, aquél es momentáneo y va en constante decremento. La primera nos vivifica; el segundo, fuera de su justa medida, nos consume hasta matarnos.

La diferencia es para el próximo artículo. Pero adelanto, la clave está en las hormonas.

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