EL DISCÍPULO

Galardonado con el premio al Mejor Guion en el Festival de Venecia y con el premio FIPRESCI de la crítica internacional, el cineasta indio Chaitanya Tamhane (“El tribunal”) ofrece en su segundo largometraje un trabajo rotundo, sin concesiones, de más de dos horas de duración y que pone a prueba la capacidad del espectador por descubrir las sutilezas de una historia que, como la música tradicional india que describe, no da posibilidad alguna de términos medios: se trata de un trabajo que apasiona o aburre, que deleita y emociona en la descripción de la atípica relación maestro-discípulo o sencillamente, deja frío a quienes solo conciben el cine como montaje acelerado y cataratas de efectos especiales. Pero su importancia, su estatura de filme importante nadie puede negarlo, constituyéndose en un nuevo acierto de la plataforma Netflix y con la producción nada menos que del mexicano Alfonso Cuarón.

La secuencia inicial de “El Discípulo” es brillante y contiene todos los elementos que el espectador atento debe tener en cuenta: un lentísimo travelling nos acerca a un músico, el maestro Guruji (Arun Dravid) y cuando creemos que la cámara se detendrá en su figura, sigue adelante y nos deja en primer plano al joven Sharad Nerulkar (Aditya Modak). La cámara enfoca al conjunto y la figura del muchacho queda detrás del maestro, es decir, ya se nos ha informado de lo esencial: Sharad es un músico que tiene un talento limitado, pero adora a su maestro y sueña con emular su capacidad y dominio de la música clásica tradicional india, aunque ese puro plano ya nos revela que él estará siempre un paso más atrás, al costado quizás, pero nunca con el maestro, pese a su devoción sincera.

Con paciencia y sabiduría, Guruji le revela los secretos de esta música clásica tradicional india a través de ragas, es decir, cantos melódicos creados mediante la variación de pocas notas, que desde luego es una experiencia sonora bastante fuerte para la cultura occidental, que no está acostumbrada a este estilo y al particular tempo que se emplea en su interpretación.

El director Tamhane no se preocupa de acortar los momentos musicales (que son varios durante el filme) y entrega ragas íntegros, poniendo a prueba la paciencia de los espectadores, en especial de quienes no están habituados a otros contextos.

De ahí en adelante, usando cámara lenta, el director va mostrando paulatinamente el paso del tiempo y el traslado en motocicleta del protagonista por la noche, mientras una voz nos explica casi en un tono documental de qué se trata esta música, vinculada a una dimensión espiritual que exige deshacerse de los pensamientos deshonestos y ánimos de lucro para alcanzar un estado mental ideal para su interpretación.

A través de estas repetitivas secuencias del joven circulando en moto mientras escucha a través de unos auriculares la grabación de lecciones, entregadas por una antigua y mítica maestra de canto, el protagonista entiende que para alcanzar a comprender en algo la riqueza de esta música debe tener capacidad de resistencia a los placeres de la carne, olvidarse de estar preocupado por complacer al público o del afán por ganar dinero porque esta música implica consagrarse solo para el gurú y para Dios.

Con no poca ferocidad, el realizador nos muestra los esfuerzos que hace el joven Sharad para alcanzar el nivel específico de calidad que no logra por su falta de cualidades vocales y porque, como buen practicante de la masturbación nocturna viendo películas pornográficas en su computador, no alcanza la adecuada predisposición espiritual para lograr un adecuado acercamiento a esta música tan particular.

Así pues, el filme empieza a revelarnos que el verdadero tema consiste en demostrar el derrumbe de un sueño, los sucesivos traspiés del joven que, pese a todos sus fracasos y humillaciones que recibe, sigue adelante, perseverando, mientras inicia una labor como profesor de música.

La historia se abre también para otros niveles de discusión, como por ejemplo el papel que juega la industria en la destrucción de la música tradicional india, de cómo los intérpretes de este estilo musical son tentados por la fama de los programas de concurso televisivos estilo Operación Triunfo, sometidos a patrocinadores inescrupulosos y fans que transforman a los talentos según los modelos vigentes en el momento, situación subrayada por la inocente chica que parte concursando con una voz maravillosa en un programa televisivo y termina como una diva realizando videoclips estilo occidental. También el director se refiere a la convivencia de por sí difícil entre la música tradicional y clásica de India frente a la música occidental que irrumpe, invade y trastoca todo a través de internet.

Este particular filme transcurre a lo largo de varios años y va mostrando todos estos procesos (que son mucho en cuanto a información para un espectador común), lo que ralentiza el proceso que va sufriendo el joven artista, en especial cuando empieza a asumir que nunca tendrá el talento necesario para llegar a ser un discípulo de su gurú.

De este modo, la película que tiene al mexicano Alfonso Cuarón de productor ejecutivo, termina siendo un viaje de carácter introspectivo potente respecto de las melodías tradicionales de India y su relación con el mundo contemporáneo.

Resulta impactante ir descubriendo la evolución que sufre el joven Sharad Nerulkar, sobre todo porque sus actos y sus afanes están siempre al servicio de su maestro, mientras en él se agita la obsesión por dominar el estilo clásico Indostaní de su mentor Guruji y, a pesar de sus constantes ensayos, su disciplina para escuchar los consejos ancestrales en torno a este arte ligado a la espiritualidad que le dejó su padre, va descubriendo (y también los espectadores) que sus anhelos no se cumplirán porque él no posee el necesario talento ni la suficiente pureza que exige este arte milenario.

Lo fascinante del filme radica en su capacidad para adentrarnos en un viaje espiritual que está tan distante de los gustos occidentales, un periplo esotérico y filosófico que pretende la conexión del cuerpo con el alma para alcanzar talento y no solo una técnica.

Así, el protagonista dedica años tratando de conectarse a esa música ancestral, acompaña a su maestro, lo asiste, lo lleva al médico, paga sus deudas y va a cada una de sus actuaciones constatando que su gurú empieza a despedirse de la vida, llegando incluso a masajear su cansado cuerpo en su hogar humilde. Todo esto como una manera de purificarse para acceder a un don que no posee ni poseerá jamás.

A medida que el relato ofrece saltos temporales, nos vamos impregnando de los cambios sutiles primero y groseros después de lo acontece con la sociedad india en general, del aumento de los reality show que van moldeando a los talentos musicales que alcanzan fama y prestigio que el joven protagonista solo observa a través de la televisión, demostrándole que él -en su esfuerzo por alcanzar la pureza y un aura especial- quedó marginado de sus sueños, conformándose con una discreta labor como profesor de música en un colegio.

El viaje de Sharad, lento, introspectivo y doloroso, es así un itinerario para el autoconocimiento, para una satisfacción de sí mismo y no de un reconocimiento externo a su persona, tema y motivo que elevan la calidad de este filme, aun cuando esa misma densidad aleje a los espectadores que no soportan la contemplación o no valoran los denominados tiempos muertos en un relato de brillante factura.

Resulta gratificante la manera como “El Discípulo” deja de lado los tópicos del género y constituya una rareza dentro de la cartelera de Netflix, obligando a todos a enfrentar un viaje donde se debe asumir reglas distintas, con una predisposición hacia lo lírico y dejándose llevar por otros valores. Un viaje sensorial que se ilustra con la repetida imagen de Sharad en su motocicleta mientras escucha las grabaciones y la cámara lo sigue lentamente, adentrándose en ámbitos que la globalidad y el materialismo nos han hecho olvidar.

Tamhane desarrolla su película con una lentitud enorme, que descoloca, que molesta o fascina, obligando a los espectadores a captar detalles, sutilezas y elementos de la puesta en escena para llegar a entender el mundo en que se desarrolla este joven protagonista, para que se pueda comprender la determinación e impotencia de Sharad por no poder cantar cómo sus sueños le dictan.

Si bien el filme tropieza con la poca información que se tiene acerca de Sharad, su familia y sus motivaciones más allá de la música, es al mismo tiempo un fascinante viaje al arte y la dedicación de alguien que no posee dones esenciales para alcanzar el nivel que espera y que en el terrible y desolador plano final, con el protagonista, y su familia en el tren, se enfrenta a su imagen en el músico que sube al carro interpretando una melodía ancestral y que se va perdiendo de la misma manera en que el protagonista desaparece de cuadro y entendemos que el filme deja una sensación amarga de impotencia y un intenso placer estético que solo entregan películas tan complejas y necesarias de ver como ésta.

 

Autor

Víctor Bórquez Núñez
Periodista, Escritor
Doctor en Proyectos, línea de investigación en Comunicación