A propósito del retiro de Javier Villarreal Lozano de la docencia, Eduardo de la Peña hace un perfil del periodista que ha sido maestro tanto en las aulas universitarias como en las redacciones
Por: Eduardo J. De La Peña De León
De alguna manera Javier Villarreal Lozano era una figura enigmática. Antes de conocerlo ya había escuchado mucho sobre él.
Eran los primeros años de los ochenta y cada día esperaba, el que esto escribe, algún pretexto para recorrer las tres cuadras entre la casa en que vivíamos y “el periódico”. Y es que algo se le habría ofrecido al “señor de la Peña”, Paco de la Peña, el Director, mi padre, o algún documento había que llevar a las secretarias, o algo inventaba para poder ir al edificio de Abasolo 228, a jugar al reportero, al formador o al impresor y, sobre todo, tener oportunidad de parar oreja o hasta meter la cuchara en las charlas de la redacción.
Una redacción compacta, pero dinámica, con un gran ambiente de camaradería, en la que igual se analizaban los temas del día, se intercambiaban bromas, muchas y muy agudas… y se contaban anécdotas de los poco menos de 20 años que hasta entonces habían transcurrido desde la fundación de El Heraldo de Saltillo.
Imposible entonces que no apareciera como un personaje recurrente Javier Villarreal Lozano, porque fue parte del equipo fundador y por un tiempo director. Pero también porque se mantenía vigente como periodista, y sus reportajes eran referencia en todo el estado, donde en su carrera iba dirigiendo además otros periódicos.
Y, principalmente, porque esos reporteros de El Heraldo, todos empíricos pero con un profesionalismo riguroso, superado tan solo por su convicción y amor a la vocación, transmitían admiración hacia Villarreal, que por ese entonces ya se incorporaba al grupo que gestó la Escuela de Ciencias de la Comunicación, ahora Facultad.
Claro, había recelo y reserva de la eventual llegada de los licenciados a las redacciones, terreno sagrado de los reporteros como Juan Vásquez Ruiz, Consuelo García, Carlos Castillo Borja y el fotógrafo Gabriel Berumen, que paradójicamente se podrían contar entre los primeros alumnos, a la par de compañeros, de Javier Villarreal, que ahora emprendía el reto, ¿la aventura?, de ir al aula a formar comunicólogos.
Pero afortunadamente el gis no pudo apartar a Villarreal del olor a tinta, y encontró el modo de equilibrar su compromiso con la academia y los espacios para hacer periodismo, de calle y de opinión.
Así fue como regresó a El Heraldo como colaborador, y para mí la oportunidad de conocer, primero de vista y como por encima de la barda, a ese periodista del que tanto escuchaba y que, con suerte, algunas tardes podía ver cuando él llegaba con una sonrisa que no podía ocultar entre las barbas, y un inconfundible andar acompasado.
Ahí no había café ni cafetera, entonces la mayoría de las ocasiones Villarreal llegaba hasta la ventana del pasillo, saludaba, intercambiaba alguna broma con Juan Vásquez, acariciando la barba soltaba al mismo tiempo una especie de suspiro, algo sobre la prisa, el infaltable “saludas a Paco”, expresado hacia Vásquez o a Consuelo García.
Registraba el fugaz momento y apenas Villarreal se daba media vuelta, yo saltaba ansioso a apoderarme de esas dos cuartillas, todo pulcritud —desde el doblez, presentación, redacción y, sobre todo, contenido— para leerlas antes que el Jefe de Redacción.
Eran “Los Trabajos y los Días”, la columna con la que Villarreal regresó a El Heraldo, que primero despertó mi curiosidad por el enigmático autor, luego por la forma, y es que hasta la tipografía en que entregaba el escrito era diferente a la de cualquiera de las máquinas de escribir que ahí teníamos.
Claro que el gran diferenciador, imperceptible en esa etapa para un niño jugando a ser grande, era el análisis serio, acertado, pero nunca denso ni aburrido, con el que Javier abordaba los temas más sensibles para la comunidad, desde una óptica muy particular.
Poco después complementaría su colaboración con otras líneas, agudas, reflejo de su especial sentido del humor, con filo y a la vez con respeto. La “Mínima”, texto breve, de menos de quince palabras, presentado en dos líneas y rubricado bajo el seudónimo de “Fadrique”.
Y es que Villarreal fue agarrando cancha, en las páginas y en el espacio físico de la redacción, cuando una tarde llegó y se encontró a otro de los ex directores de El Heraldo, Don Roberto Orozco Melo, cuestionando con el rigor en que solo un editor puede ser más estricto que un fiscal, al entonces nobel reportero Juan José Cortés, hoy ya retirado y también de los empíricos.
A Cortés, asignado en ese entonces a la sección policíaca, como todos los que iniciaban carrera, le correspondía el seguimiento de una noticia que consternó a la comunidad saltillense, la violación y asesinato de una niña en la colonia Bellavista, “a manos” de alguien del personal de la escuela “Juan R. Muñíz”, podría haber sido un prefecto o un conserje.
El tema era ineludible pero había que abordarlo con responsabilidad y rigor, pues era mucho más delicado, trascendente y sensible que el habitual reporte diario de la Cruz Roja, Tránsito y la Federal de Caminos, que en el Saltillo de los ochenta era la rutina diaria del reportero policiaco.
Se debían precisar los hechos, y Orozco Melo había tomado el asunto por su cuenta, tratando a la par de hacer entender a Cortés que no se podían publicar las fotos de la exhumación del cadáver de la niña, por más que se las hubieran filtrado en exclusiva los doctores Aldrete y De La O para incordiar al Extra.
No era lo mismo El Heraldo que un vespertino, una cosa es periodismo, otra el sensacionalismo, alcanzaba a escuchar en esas primeras lecciones como oyente.
Y Villarreal llegó en auxilio, de Cortés o de Orozco, no sé, pero para beneficio de El Heraldo, su equipo y sus lectores… y quienes años después nos sumariamos a su redacción.
Así fue como por un tiempo Orozco y Villarreal Lozano, tomaban para sí por las tardes el escritorio del director. En una jornada en que revisaban la “Hora Cero”, que Don Roberto escribía bajo el seudónimo de “Luis Cayuso”, y las dos colaboraciones de Villarreal, para después analizar los temas del día, dar algún consejo a los reporteros, y charlar, charlar y charlar, dando cátedra de oídas y esperando la llegada del Director.
No siempre coincidían con Paco de la Peña, que llegaba a revisar acuciosamente cada una de las secciones, definir «la primera», incluso redactar algunas notas y coordinar el cierre de edición, para cumplir un tercer o cuarto turno de una jornada que acabaría cerca de la media noche para reiniciarse al primer minuto de la mañana siguiente en una bien cronometrada cobertura de varios roles. El de padre de familia a primera hora, que en el trayecto a la escuela marcaba una rápida parada en los talleres para asegurarse que hubieran salido todos los repartidores; de camino echaba ojo a los “estanquillos” para verificar que el diario llegó a tiempo, y luego regresaba a las oficinas para atender la parte administrativa, antes de partir, poco después del mediodía, “a la sierra”, a construir el otro gran sueño, las huertas de manzana.
Si coincidían, la jornada se alargaba al reunirse los tres periodistas y amigos, y la presión subía para el último de ellos en llegar, que apreciaba los puntos de vista, la charla y la compañía, pero tenía que lograr la hora de cierre.
En esas charlas de tardenoche, Villarreal llevó la iniciativa con la que darían un “campanazo”, la entrevista exclusiva y seriada que le concedió el ex gobernador Óscar Flores Tapia y que sirvió como presentación nacional del libro López Portillo y yo.
Tres tirajes –tiros se dice en los periódicos– especiales se tuvieron que imprimir el día que se publicó la primera parte de la entrevista. La gente aún por la tarde acudía a buscar su ejemplar en las oficinas de El Heraldo.
Los nombres del periódico y de Villarreal estaban en boca de todos, incluso fuera de Saltillo. En lo inmediato el tema llegó a Monterrey y Gilberto Marcos solicitó una entrevista para el Canal 2.
Flores Tapia llamó a Villarreal para que le acompañara en la entrevista con Marcos, y hacia la residencia de Valdés Sánchez, entre Hidalgo y Zaragoza, ya se encaminaba el periodista, disfrutando su momento, pleno, y generoso me invitó a ir con él.
El trayecto no duró más de diez o quince minutos, pero fue una clase entretenida, a tono de charla.
Villarreal y Orozco se fueron arraigando en El Heraldo y hasta oficinas para cada uno de ellos fueron construidas.
Las aulas del Ateneo Fuente que habían tomado prestadas entonces para la Escuela de Comunicación, tuvieron acá una digna extensión. Allá los precursores de ese encomiable proyecto formaban a los nuevos licenciados, acá tres periodistas en plenitud forjaban a los reporteros trasmitiendo generosamente experiencia, sentido ético, responsabilidad, rigor, olfato y curiosidad para descubrir la noticia e ir tras ella.
Durante cada uno de los días y años de la hoy Facultad de Ciencias de la Comunicación, Javier Villarreal Lozano ha estado en sus aulas y ha sido maestro de más de mil egresados.
Con justicia la institución reclama a Villarreal como su Maestro, y la Universidad le rindió en días pasados espléndido y merecido homenaje.
Sí Maestro de ellos, pero también de nosotros.
Y no, no fue «La última clase», como algunos le llamaron con nostalgia, pues aún las siguientes generaciones que lleguen a esa Facultad a formarse, abrevarán de los libros y manuales que son parte de la obra de Javier Villarreal.
Como seguramente seguirá dando lecciones desde las páginas editoriales, impactando en miles de personas, más allá de los periodistas y de los estudiantes, con su particular óptica, su fino sentido del humor, y ese genial estilo en que aborda cualquier tema equilibrando la profundidad del análisis con la claridad y sencillez de la redacción. Y el extraordinario don de la brevedad, qué envidia.
Muchas otras lecciones ha dado fuera del aula Javier Villarreal, pues además del ejercicio periodístico ha tenido también un admirable desempeño en el sector público, como impulsor y gestor cultural, y en organismos como la Comisión de Derechos Humanos del Estado de Coahuila, de la que fue primer presidente.
Ahí en Derechos Humanos, abogados, funcionarios públicos, policías, mandos y gobernantes recibieron lecciones de decencia y de valor civil.
No es el caso extenderse, pero el que sienta alguna curiosidad podrá encontrar en los archivos las recomendaciones emitidas por Villarreal, el primer ombusdman en Coahuila, y no necesariamente para reescribir las estremecedoras historias de emblemáticos casos de abuso de autoridad, sino para entender el concepto de valor civil y estar del lado de la justicia, la legalidad y los ciudadanos frente a gobernantes extraviados en la soberbia del poder. Porque así lo hizo él en cada una de sus actuaciones.
También como historiador Javier Villarreal se ha forjado un nombre en Coahuila y en México. Otro legado que igualmente trasciende más allá de su impresionante trayectoria en las aulas.
¡Enhorabuena, Maestro¡
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