En una lección universitaria, una maestra búlgara comentó: “El mexicano ama mucho a su familia. Al mexicano le gusta mucho tener hijos, le encantan los niños; es una sociedad con fuertes vínculos familiares”. En pocas palabras, describía una situación cultural marcada por el amor, por el cual los esfuerzos y sacrificios para sacar adelante a los hijos bien valían la pena.
Sería interesante realizar un estudio para conocer cuántos profesionistas —maestros, ingenieros, médicos, abogados— surgieron de matrimonios donde el padre vendía naranjas en los parques y la madre preparaba manzanas acarameladas, por poner un ejemplo. Pero el amor, que se fortalece con el esfuerzo y el sacrificio por el bien de quien se ama, tiene un terrible enemigo: el confort.
Hablo de esto porque esa sociedad de la que aquella maestra habló ha quedado en el pasado. México ya no es un país donde los hijos sean deseados. Al contrario, ahora muchos los ven como un estorbo para el desarrollo personal y profesional, y se percibe a las familias numerosas como ejemplos de personas “inconscientes” que, por falta de educación, no se han dado cuenta de que hay otras formas de realización más allá de la maternidad o la paternidad.
Pero, ¿realmente la soltería, o la familia de uno o dos hijos como máximo, o las parejas sin hijos con “perrijos”, hacen a las personas más plenas? Sé que es un tema muy complejo, pero también es un asunto grave, pues de él depende, en gran medida, el éxito y la salud de toda sociedad.
Escribo esto con preocupación por lo que escucho y veo: la sociedad está enferma (o moribunda), está lastimada, el tejido social está roto y la confianza en las instituciones, por los suelos. Afortunadamente, hay soluciones. Lo malo sería que no las hubiera, pero lo peor es que, existiendo y sabiendo cuáles son, se prefiera seguir como estamos, solo viendo cómo todo continúa empeorando. Debemos entender que siempre se puede caer más bajo de lo que se cree, así que decir “ya toqué fondo” no es garantía de nada. Todavía puede ir peor.
Ahora bien, ¿cuál sería el camino para sanar la sociedad? Es el camino siempre nuevo y siempre antiguo del amor. El reto es amar en una época donde ya no se sabe amar; el desafío es amar y enseñar a amar. Pero para amar hay que hacer a un lado el pésimo vicio del confort. ¿Estaremos dispuestos a sacrificar el confort por esfuerzo?
En mis reflexiones, suelo citar una obra del gran poeta latino Ovidio, llamada El arte de amar. Ciertamente, no hay ninguna novedad en El arte de amar que no esté ya en los Evangelios; pero incluso las Sagradas Escrituras pueden ser utilizadas para dividir… cuando no se sabe amar.
Amar y saber amar es un arte. Puede suceder que alguien ame, pero no sepa cómo amar, y esto genera muchos conflictos, traumas y desilusiones. Cuando no se sabe amar, se confunde pasión con amor, capricho con amor, fijación con amor, posesión con amor, complejos con amor, vacíos con amor… en fin.
Amar y enseñar a amar es un arte que implica aprendizaje. Nadie nace sabiendo cómo amar, así como nadie nace sabiendo hablar. Amar se aprende, y se aprende mejor cuando se enseña.
Amar de verdad es una cualidad de los hombres fuertes, pero también de los inteligentes. En tiempos donde la inteligencia artificial y el transhumanismo prometen un “súper hombre” invulnerable, inmortal, perfecto —aunque esas capacidades sean adheridas mediante un chip—, se nos ofrece una nueva forma de “salvación”: la del perfeccionamiento de las capacidades humanas, sin necesidad de vínculos afectivos, familia o comunidad.
Frente a esa visión, Jesucristo propone algo radicalmente distinto: la perfección del amor. ¿Cuál de las dos vías estamos escogiendo?
En un futuro posthumano, parece que amar de verdad será imposible. Sin embargo, para Dios, todo es posible.



