Cada uno de nosotros es una especie de personalidad esquizofrénica
Martin Luther King, Jr.
Quién ha estado alguna vez libre de sufrimiento, sin duda el mayor flagelo de nuestra especie, que se convirtió en el centro de la filosofía occidental cuando ésta se enfocó en el ser humano, unos cinco siglos antes de que naciera Cristo, y fue, por supuesto, la causa toral del surgimiento de las ciencias de la mente.
A lo largo de la historia, hemos acumulado máximas para resolverlo, inventado un montón de síndromes para explicarlo y creado una gran variedad de medicamentos para controlarlo.
Pocas técnicas, sin embargo, han sido desarrolladas para cesarlo, mismas que, además, no han sido puestas al alcance de la mayoría o, como en el caso de la meditación, no han sido objeto de consenso en cuanto a su efectividad y accesibilidad.
Sin embargo, todos podemos pararlo si comprendemos que no es producto de lo que nos pasa, sino de lo que hacemos con ello. Todo sufrimiento es tortura mental que parte de la ineptitud para aceptar la realidad. Al interpretarla como adversa, o incluso como una afrenta, la volvemos dolorosa.
A partir de este error primario, nuestro albedrío ya no será libre. Entablaremos una batalla con la vida bajo la ilusión de que podemos controlarla si elegimos lo correcto, sin comprender que nos hemos alejado de cualquier posibilidad de hacerlo.
Habrá conflicto al momento de tomar decisiones, una actividad desbordada de pensamiento que salta de un miedo a otro para defendernos de una amenaza o que, divagante y sin motivo aparente alguno, nos traiga a la mente el recuerdo de alguna experiencia perturbadora.
Nuestra primera reacción, en cualquiera de los casos, será la resistencia emocional, motivo predominante de ese flagelo de la humanidad llamado sufrimiento, producto del conflicto interior.
Con la mente operando “por defecto”, en piloto automático, nos resistiremos a pensamientos, sentimientos e impulsos que han sido moralmente censurados; es decir, establecemos dentro de nosotros la eterna lucha entre el bien y el mal, entre el ser y el deber ser.
Igualmente, tomaremos decisiones para agradar a otros en busca de sanar heridas y colmar carencias, o los utilizaremos agresivamente. Moldearemos nuestras personalidades a partir de las convenciones sociales para ser exitosos y reconocidos, sin tomar en cuenta las inclinaciones individuales. En ninguno de los casos, por supuesto, estableceremos un punto de equilibrio o estado de claridad que nos permita un discernimiento ecuánime.
Para todo esto, nos aferraremos a creencias como: “aguanta”, “no te dejes llevar”, “sigue luchando”, “no tengas miedo”, “no te pongas triste”, “no llores”, etc., todas configuradas para la resistencia interior y el rechazo de esa parte de nuestra naturaleza que hemos satanizado, sea cual sea, conforme a nuestro tiempo, cultura y experiencia personal.
Por ejemplo, así como en diversas épocas, culturas y religiones se consideró al cuerpo –por su operación instintiva y su función sensorial–, como el gran corruptor del alma, actualmente se le rinde culto con parámetros de belleza artificial e incluso desfigurada, así como un hedonismo trasnochado.
Sin embargo, el triunfo contra el sufrimiento depende de cesar la batalla interna, comenzando por la resistencia a la realidad. Pero en cuanto uno lo piensa surgen voces aterradas que nos dicen que eso es rendirse, resignarse, ir al garete, dejarle a otros el control de nuestra vida. Uno más de nuestros falsos conflictos internos. Estamos llenos de ellos. De hecho, todos lo son cuando parten del rechazo a circunstancias sobre las que no podemos hacer nada.
La única opción válida para césar esa lucha es la aceptación. No la distracción ni la negación ni la imposible supresión. Eso solo endurece y prolonga la lucha. Aceptar que la vida es como es y no tenemos ningún control sobre ella, pasa por entender que lo único sobre lo que si tenemos dominio es la forma en que la interpretamos. La conciencia de ese poder lo cambia todo.
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