El dolor es, él mismo, una medicina
Guillermo Cowper
Hay, aunque usted no lo crea, gente que no conoce el dolor emocional, porque vive sufriendo. Esta afirmación podría parecerle absurda si no ha oído todavía la famosísima y certera frase atribuida a Buda que reza: el dolor es inevitable, el sufrimiento opcional.
Ahora, el que podamos evadir el dolor sufriendo no lo hace evitable, solo orbitable. Podemos estar rondándolo toda nuestra vida, acercarnos a él peligrosamente y volver a alejarnos llenos de horror. Pero una vez que sucede, ahí se queda. Y siempre sucede.
Quien no lo conoce, porque se ha dedicado a huirle toda su vida, lo confunde fácilmente con el sufrimiento. Pero tienen diferencias inequívocas. Ya las hemos abordado en otras ocasiones, pero sería bueno ahondar en ellas, porque la distinción determina la calidad de vida.
Para empezar, son mutuamente excluyentes. El dolor es cosa del corazón y del alma, el sufrimiento del ego. Este último es un caótico estado mental de conflicto, que ocasiona, como dice la famosa canción, “ansiedad, angustia y desesperación”, debido a una terca resistencia a la realidad. El otro es un sentimiento puro, a veces intenso, otras suave, pero siempre benévolo, sanador, liberador y, sobre todo, profundamente transformador, que proviene de la llana aceptación, que no de la conformidad.
El dolor es el sentimiento más sublime, aunque muy mal comprendido. No piense en el amor, que en realidad es nuestra esencia espiritual, de la cual emanan como tenues proyecciones las diversas formas de afecto que acostumbrados dar y recibir en este mundo, casi siempre condicionadas.
El dolor, en cambio, solo se presenta en el alma encarnada que experimenta la existencia humana y atraviesa, en ella, un tramo de evolución espiritual, únicamente posible a través de este don que nos acerca como ningún otro a Dios, y que, sin duda, como lo han dicho grandes sabios, es el maestro por excelencia.
Prepararnos para el dolor, para aceptarlo, respetarlo, abrazarlo y a través de él comprendernos a nosotros mismos y ser compasivos con nuestra naturaleza humana, es lo único que verdaderamente nos hará respetuosos, generosos y bondadosos con los demás.
Mientras no llevemos la conciencia del preciado y propio dolor a nuestras relaciones, solo estaremos respondiendo a las emociones del otro a través de las neuronas espejo, en una interacción simbiótica de cesión mutua del dominio sobre la propia vida. Así, cada uno depositará su seguridad y valía personal en los estados de ánimo y la forma de trato del otro.
Esto se llama codependencia, el tipo de relación que predomina en el mundo. Pertenece al ámbito del sufrimiento, que es muy cómodo porque hace previsible nuestra vida, dándonos una falsa ilusión de control.
El sufrimiento es la zona de confort favorita de todos, aquella en la que somos víctimas o victimarios, los demás siempre tienen la culpa, nosotros la razón, y el destino es infalible: si nada podemos hacer para cambiar las cosas, para qué hacerlo nosotros.
Es el reino del miedo, de la eterna resistencia al cambio, a cualquier cosa que perturbe esa cómoda desgracia en la que vivimos, porque ahí nos movemos como pez en el agua. No tenemos que asumir responsabilidad sobre ella, porque ni siquiera nos damos cuenta de que la hemos ocasionado.
El dolor, por su parte, sacude los cimientos del ego y termina desestructurándolo. Es el origen de la verdadera humildad. Nos saca de la culpa y la vergüenza tóxicas para ubicarnos en el genuino arrepentimiento de nuestras acciones, mostrándonos descarnadamente la responsabilidad que tuvimos en todo aquello que salió mal.
Pero también nos sensibiliza, en justa dimensión, respecto de los daños recibidos, sin victimismos, pues su naturaleza es sanadora, dignificante, empoderante. Mientras, el sufrimiento nos mantiene en la desgracia, reavivando constantemente nuestros resentimientos, el dolor lo limpia todo, dejando como rastro solo un vago recuerdo que parece ser de otra vida.
Si no me cree, experimente.
delasfuentesopina@gmail.com
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