DIOS LOS HACE
Cuanto más se juzga menos se ama
Honorato de Balzac
Seguramente conoce usted a quienes asumen como suyas las responsabilidades de otros. Desafortunadamente proliferan; tanto, por cierto, como quienes necesitan que alguien se hagan cargo de ellos. Este es uno de los binomios más comunes en las relaciones de cualquier tipo.
Padres que les resuelven los problemas a los hijos adultos, parejas en las que uno toma el control con un “yo lo hago todo”, porque el otro “lo hace mal”, y esos amigos que siempre están ahí para “desafanarte”.
En no pocos casos se trata de personas que nacieron con alma de supervisores y se la pasan señalando los errores de los demás, no solo cuando consideran que pueden ser afectadas, sino incluso en los propios y personalísimos asuntos ajenos.
Hablamos de un constante descalificador; pero no de cualquiera, porque existen muchos que solo critican y no hacen; nos referimos sobre todo al nulificador, el que desconfía de que los demás puedan hacerlo mejor, y entonces lo hace él o ella, sin distinguir de quien es la responsabilidad.
Vayamos primero a la explicación de por qué le llamamos nulificador: toda persona que tácita o explícitamente haga algo para que otra se sienta inútil, insuficiente, torpe, ignorante, etc. está minando su autoconfianza, pero aquella que, bajo esas consideraciones, no la deja responsabilizarse de sus propios asuntos, la está convirtiendo en un cero a la izquierda.
Ya le sobrarán los nombres en la cabeza a estas alturas. Y si todavía no, vayamos al segundo patrón del nulificador, del otro lado del agresivo: el amoroso, el salvador o rescatador, aquel que decide que una persona adulta en plenitud de sus facultades necesita que se hagan cargo de ella porque no puede con su vida, con sus problemas, sus responsabilidades.
Estos se colocan en una posición paternal o maternal, pero su descalificación no es grosera, sino sobreprotectora. Pueden ser aquellos padres que impiden que sus hijos paguen las consecuencias de los errores que cometen, en lugar de enseñarles a afrontarlos, con lo cual, por supuesto, los convierten en eternos infantes, frágiles ante cualquier acontecimiento que los perturbe, adultos que buscarán a otros que se hagan cargo de ellos.
Son diversas las causas –la mayoría heridas de infancia– por las cuales las personas se hacen responsables de los asuntos de quienes están en perfectas condiciones para hacerlo por sí mismos, y de hecho deberían estarlo haciendo. Por ejemplo: temen ser abandonados, necesitan aceptación, creen que solo ellos saben cómo o lo harán mejor, evitan ser la parte dependiente del binomio para no ser los nulificados, quieren corregir a través de otros lo que consideran sus errores del pasado, desean compensar la falta de una persona que se hiciera cargo de ellos en el momento en que sí lo necesitaban, se alejan de sus propios problemas centrándose en los ajenos o solo saben brillar opacando a los demás.
Ahora bien, las personas que en las relaciones de amor, amistad o incluso de trabajo, hacen “clic” con los nulificadores, no son las víctimas. Nadie en su sano juicio permite que otro se haga cargo de lo que le corresponde en exclusiva. Ni son la parte débil, más que en apariencia. Solo son el codependiente.
Ambas, el que lo hace por el otro y el que deja que el otro se haga cargo, tienen miedo, y cada quien, a su modo, trata de que su vida sea estable, predecible, segura. La diferencia es que el nulificador se empodera porque el nulificado le cede su poder.
Sin embargo, es quien se hace cargo de otro el más necesitado de la relación. Aquél que cede su poder puede recuperarlo, crecerse y hacerse cargo de sí mismo, mientras quien lo está nulificando tendría que renunciar a su poder, y eso pocos seres humanos pueden lograrlo.
Para cualquier ego es más aceptable salir de un agujero que caer de una cima.
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