EL MESÓN DE SAN ANTONIO

El mole y las posadas

Para nosotros no había Navidad. No es que nos la negaran, sino que la llamábamos de otra manera: Posadas. Nueve días de festejos ininterrumpidos en casa de la tía, el vecino, los primos, los abuelos, la hermana, con comida, bebida, dulces, piñatas y mucha alegría.

El arranque tradicional de las posadas era el 12 de diciembre, Día de la Virgen de Guadalupe. La familia celebraba esta fecha desde temprano: iba a la iglesia a llevar flores o prender una veladora por los favores recibidos, y ya en la tarde invitaba a los vecinos a la casa a comer algún platillo, que por lo regular era mole. Uno sabía que ya le habían servido sólo con mirar la ropa: todos los que comíamos mole terminábamos con una mancha de diferente forma y tamaño en la vestimenta, era como un estigma de cruzados, ufanos andábamos con la mancha a todos lados, pero llenitos con esa pieza de pollo acompañada de arroz rojo, al que en casa le ponían huevo duro y chícharos -la mayoría los despreciaba y los hacía a un lado, pero a mí me encantaban, los buscaba, los peleaba y le pedía a la tía que me sirviera doble ración de chícharos-. Una delicia envuelta en sonrisas. ¿Cómo poder guardar ileso entonces el vestido, si hasta el propio pantalón se aprovechaba de servilleta? La faena al mole terminaba cuando, no conformes con roer el hueso, terminaba uno chupándose los dedos saboreando hasta la última embarradita, ahí andábamos con los bigotes de mole que nos dejaba un sabor entre picor y dulzor en los labios.

Desembarazadas del ajetreo de la comida, las tías, se daban un relax para escuchar la música, porque para entonces los señores, ya achispados por los alcoholes, habían mandado por el trío o el mariachi que sonaba a todo pulmón. Claro que los músicos, antes de comenzar a tocar, también degustaban la comida para tener aliento suficiente, pues ya no pararían de tocar hasta muy entrada la noche.

De pronto aparecía la tía que traía el pliego del reparto, es decir una lista con nombre y fecha: Fulano, tal día; Mengano tal otro, y así asignaba a los organizadores de las siguientes posadas.

Las posadas tenían una estructura muy singular que se ha ido perdiendo con el paso del tiempo: primero era rezo del Rosario, con jaculatorias de agradecimiento y peticiones de buenas bendiciones, luego venía la letanía que implicaba una respuesta en voz alta, y luego los cantos: se pedía posada haciéndose dos grupos, unos cantaban desde dentro de la casa y otros desde afuera. Terminaba con una apoteótica entrada de los peregrinos, se daba el bendito y comenzaba el festejo, para entonces el ansia de la diversión era como un río de aguas en torbellino. Se repartían unas bolsitas con dulces y terminado esto, se volvía a hacer fila para recibir una bolsa con frutas y cacahuates.

Luego se ponía una piñata a la que le dábamos de palos hasta reventarla, expulsando la sorpresa que traía adentro: más dulces, naranjas y hasta dinero que algún tío le ponía, las monedas sonaban al chocar con el piso y brotaba la exclamación: ¡trae dinero!

Posteriormente venía un ponche y un recuento de lo obtenido ese día, tantos dulces, tantas galletas, tantas naranjas, tanta alegría de regreso a casa.

El abuelo estaba sonriente detrás de todo ese arguende, los tíos procuraban no faltar, las tías la pasaban entre el cuchicheo y las risas, y el organizador siempre preguntaba: ¿qué tal vieron las bolsitas?

Al cabo de doce días de posadas, llegaba el 24 de diciembre, ¡otra gran faena con el quehacer de los tamales y el champurrado! Un día de arduo trabajo que empezaba antes del amanecer dando muerte al puerquito protagonista de la cena, ya para el anochecer los niños colgábamos el pico antes del nacimiento del Niño Dios.

El tal Santa Claus fue, en mi existencia, cosa muy reciente, es el héroe de los nietos que, sin saberlo, ya mezclaron las costumbres y tradiciones entre las posadas y los regalos. No lo sé de cierto, pero creo que las cosas buenas siguen prevaleciendo a pesar de la distancia.

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo