UN APORTE PARA ENTENDER LA IDENTIDAD
Resumen
Partiendo de la base de que el cine, con su capacidad de expresar a través de las imágenes y de proponer una lectura del entorno social, este artículo busca exponer de qué manera la ciudad contemporánea se convierte en un interesante vehículo para reconocer la identidad nacional, a partir de su puesta en escena y de su registro fílmico mediante el cual el paisaje citadino, en profunda transformación, es capaz de constituirse en un imaginario dentro de la nutrida producción postdictadura, entregando imágenes que se han transformado en parte de un discurso que escarba en el tema de la identidad nacional.
Palabras clave: Ciudad, paisaje urbano, identidad nacional, imaginario.
La ciudad como protagonista
Tal vez desde el inicio mismo del cine, el paisaje citadino, la ciudad, se convirtió en un protagonista. Aparece y es explorada como uno de los temas preferentes de varios directores, convirtiéndose en un escenario que, al actuar por repetición, se convirtió en un elemento que puede denominarse como parte constitutiva de un discurso que propone un imaginario social en el que los espectadores se pueden reflejar.
Podemos citar como ejemplos ilustrativos el caso del cine de Fritz Lang en “Metrópolis” (1927) que propone una visión de ciudad indisoluble de sus temas y preocupaciones estéticas. Lo mismo sucederá con Charles Chaplin, con Jean-Luc Godard, François Truffaut o Roberto Rossellini, solo por citar algunos directores que tuvieron el escenario de la ciudad como un claro referente para la exposición de sus particulares obsesiones.
Puede recordarse el filme ‘Luces de la ciudad’ de Chaplin, que es modelo para entender la conexión entre los vaivenes dramáticos y el escenario en que el protagonista se desenvuelve. O todavía más atrás, la mítica primera película de la historia del cine –‘La llegada del tren a la estación’ de los hermanos Louis y Auguste Lumiere (1895)- que utiliza precisamente el entorno urbano moderno como un importante elemento fílmico y de contextualización documental.
En el cine contemporáneo mundial sobran ejemplos de cómo una ciudad, al convertirse en un elemento del discurso fílmico, articula conexiones que van más allá de la mera descripción turística de un lugar o de un paseo por sus principales áreas de interés: “Manhattan”, de Woody Allen (1979), en donde Nueva York se transforma en un elemento clave para el desarrollo emocional y genera por lo tanto, una lectura que trasciende la simple contemplación de un paisaje en la pantalla grande. O “Perdidos en Tokio”, de Sofía Coppola (2003), donde la ciudad nipona es una contraparte emocional de la soledad de sus personajes que se sienten extraviados en un escenario citadino plagado de luces de neón y de arquitectura de líneas agresivas en su forma.
Un filme como ‘La Gran Belleza’ (Paolo Sorrentino, 2013) toma la ciudad de Roma en toda su extensión para que sirve como escenario y contrapunto de todo el periplo emocional que vive el protagonista, constituyéndose ella misma en un personaje que tiene presencia propia y puede, por tanto, servir como un elemento que va más allá de servir como un contexto determinado.
“Blade Runner”, de Ridley Scott (1982), que imagina una ciudad de Los Ángeles futurista, dominada por la multiculturalidad, los signos publicitarios y el caos urbano con sus flagelos de polución y descontrol, puede considerarse como un ejemplo particular: pocas veces el concepto de ciudad se entronca de manera tan potente con el devenir de sus personajes, convirtiéndose en un elemento significativo que interviene en el desarrollo de las circunstancias más que como un simple escenario.
De este modo, el séptimo arte y la ciudad se relacionan de manera indisoluble, porque su relación parte con el origen del cine mismo, logrando influenciarse de manera mutua, por ejemplo a través de la arquitectura moderna como en la generación de unos escenarios donde se mezcla la imaginería con el análisis social .y cuya influencia en la arquitectura y edificios de la ciudad, se puede apreciar en la obra de arquitectos como Rem Koolhaas, Jean Nouvel y Bernard Tschumi.
La ciudad en el cine chileno
Tras el retorno de la democracia en Chile, el aumento de las producciones cinematográficas se incrementó, en especial con títulos de carácter meramente comercial, que traían aparejado una campaña de difusión inédita para el país de entonces. (1)
A esta situación, se sumó la participación de los directores en diferentes festivales que dieron cuenta del carácter competitivo del cine nacional, donde a la fecha han venido recogiendo importantes nominaciones y galardones de eventos de importancia mundial, incluyendo el primer Óscar de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Hollywood para el cortometraje de animación “Historia de un oso” (2014), de Gabriel Osorio. En gran medida, el aporte de los fondos concursables del Estado fue también un gran aliciente para que esta situación fuera en aumento.
De este modo, como plantean los académicos Marcelo Vizcaíno y Claudio Garrido, en “Santiago, locación común: La ciudad en el cine chileno posdictadura” (2):
“(Esto permitió) generar un texto visual acerca de lo chileno, sino que también permite reconocer las identidades colectivas y la heterogeneidad social”.
La situación descrita logró posicionar la imagen de Chile en el extranjero, en donde la imagen de una determinada manera de concebir la ciudad se hizo especialmente relevante entre los directores de las nuevas generaciones.
Conviene destacar tres hechos que contribuyeron al posicionamiento cada vez mayor del cine chileno: una mejor factura técnica que dio solvencia a las producciones nacionales; el aumento de la producción y distribución de filmes chilenos de ficción, que superó los argumentos de tipo convencional y la cantidad creciente de locaciones que dio cabida a una nueva mirada respecto de lo que es la identidad nacional.
En este contexto, Santiago figura como el lugar más filmado del cine chileno y el concepto de ciudad se ha transformado desde una real y concreta hasta alcanzar una imagen de ciudad idealizada, abstracta y profundamente subjetiva.
Siguiendo la línea de pensamiento de los autores Marcelo Vizcaíno y Claudio Garrido, se entenderá que el cine posibilita comprender la representación de la denominada realidad, donde el concepto de ciudad opera como una propuesta de un mundo diferente, referenciado en espacios existentes.
De este modo, el cine chileno de la postdictadura no solo traerá nuevas temáticas en el campo de la producción fílmica nacional, también ofrecerá un concepto de ciudad como elemento en el cual se puede visualizar con claridad los elementos propios de la identidad representada en la cinematografía, otorgando a ese paisaje citadino un rol visual que posibilita el reconocimiento o el distanciamiento emocional de los espectadores.
Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza, denominaron como “directores novísimos” a los creadores chilenos que irrumpen en la cinematografía nacional a partir de los años 90 y que, en menos de una década, han alcanzado éxito nacional e internacional, a veces con solo dos películas en su trayectoria. Estos directores son reconocidos porque se han formado en el cine contemporáneo, tienen la mayoría de ellos una formación universitaria en lo audiovisual y han coincidido en entregar una mirada respecto de la ciudad que los hace particularmente interesantes. (3)
La cuestión urbana y el sentido de la vida moderna en la ciudad, alcanza con estos realizadores características de hallazgo identitario: los espectadores comienzan a reconocer paisajes y situaciones comunes, pero al mismo tiempo ven reflejada en la gran pantalla elementos desconocidos, lejanos a la habitual mirada de tarjeta postal con que se había venido filmando Chile y sus ciudades desde los años 30 en adelante.
Resulta importante este planteamiento de Comolli (4):
«…filmar la ciudad resultaría filmar lo que en la ciudad se parece al cine»
Con esto se afirma que este “cine novísimo”, entiende y representa la ciudad de manera completamente diferente a una mera puesta en escena de la obra cinematográfica, sino por el contrario como un elemento fílmico donde se entremezcla el deseo de compartir experiencias comunes con otras que emanan de la subjetividad. Es, en pocas palabras, una ciudad que se revela como diferente, que debe ser re-creada gracias al cine y su lenguaje específico, donde lo pintoresco, folclórico o anecdótico se baten en retirada.
La ciudad re-creada
Como en Chile no ha existido una cultura fílmica propiamente tal ni una preocupación permanente por preservar lo filmado, unido ello a todo el período dictatorial que significó un corte profundo en la continuidad de producción local, la imagen que se genera de las ciudades suele ser un detalle más que revelador de los aspectos identitarios.
De este modo, las películas nacionales mayoritariamente ofrecen a los espectadores la posibilidad del descubrimiento y la reconstrucción de la ciudad, partiendo de la base que ello posibilita acercarse a la idea de reconocimiento y de identidad.
Un filme como “La buena vida”, de Andrés Wood (2008) entrega una mirada feroz de un Santiago que nada tiene que ver con el habitual. Allí, cada lugar representado conforma una manera de relacionarse con la capital, de entender que la visualidad de la ciudad es aquella de la subjetividad de los espectadores y, por tanto, se fragmenta en una serie de interpretaciones que cada uno le asigna.
Otro hecho insoslayable lo constituye el crecimiento de una ciudad. Ello significará que sus habitantes no podrán abarcarla de manera global, lo que origina que ante esta incapacidad por experimentarla de manera completa será el cine el que propone el tipo de imágenes y la forma de asumir la ciudad. Solo de ese modo los espectadores podrán acceder a la ciudad y ésta se tornará asible e identificable, llegando a su re-construcción mental.
La película “En la gama de los grises”, de Claudio Marcone (2015) entrega, de igual modo, la imagen de una ciudad proyectada y teñida por la subjetividad: se reconoce Santiago y sus diferentes lugares, pero cada uno de ellos se ve idealizado en su composición arquitectónica, en el estudio de cómo no existe casualidad en el registro visual, sino por el contrario una forma bien determinada de habitar dicho espacio.
Siguiendo la lógica de Tirri (5):
“Los escenarios de la ciudad –espacios verídicos– se ofrecen como un engaño, ya que al ser proyectados se cargan de nuevas significaciones. Si en sucesivas películas se frecuentan locaciones urbanas, se está construyendo el imaginario de una ciudad común que se comienza a repetir en la pantalla con pretensiones de compartirse como legítima, suponiendo también que el espectador «sienta el placer de imaginar algo más de lo que advierte a simple vista”
Así, la ciudad se convierte en un espejismo de realidad porque más que más allá de lugares concretos, lo que el director entrega son escenarios urbanos comunes y reconocibles, pero que para poder ser analizados como parte sustantiva de un filme deben partir de la experiencia urbana. Por ejemplo, la Valdivia que vemos en “Ilusiones Ópticas” de Cristian Jiménez (2010), no es necesariamente la ciudad que conocemos. Es un sitio abstracto donde lo que les sucede a los personajes está enlazado con elementos identitarios de esa ciudad y que se reconstruye en la medida que cada uno tenga la posibilidad de adentrarse en el entramado del discurso fílmico que el director propone.
Otro elemento interesante de esta nueva ciudad es cómo las materialidades existentes –barrios, edificios, plazas y lugares significativos de una ciudad- dejan de ser elementos de una alta significación visual para los directores y se convierten en elementos que alimentan una ciudad distinta, aquélla en donde el imaginario de la ciudad reconoce lo presente y lo ausente.
Y hay todavía una corriente más extrema, donde la ciudad, su concepción fílmica, cae en el terreno de la más absoluta disolución, tal como lo señala Antonia Girardi (6):
“(son películas donde) se interiorizan y buscan arraigo no en las extensas llanuras, ni en el corazón de la metrópolis, sino en pequeños territorios relativamente insulados, conectados por sonidos y calidades fotográficas, por atmósferas culturales e índices de estilo”.
La ciudad y la identidad
Conviene recordar que el cine siempre entrega un conjunto de imágenes de identidad utilizando para ello materiales donde se revela la idiosincrasia. Esto es complejo ya que se parte de que el cine plantea una imagen de ciudad a partir de íconos propios, separados de los tradicionales signos etiquetados como patrimoniales, todo lo cual conforma un discurso respecto de la realidad material de tal o cual ciudad.
SE habla de discurso porque la trama y todos los personajes que en ella participan están puestos en contextos espaciales y se transforman en un discurso creado para generar un impacto metafórico en la vivencia de los espectadores-habitantes.
De este modo emerge la identidad por cuanto un espacio reconocible –con edificios, plazas, calles y balnearios, por ejemplo- se convierten en íconos y evidencias de una realidad, no siempre sirviendo únicamente a la trama, sino manifestando ciertos indicios de una identidad que se deberá reconocer y asumir.
Ejemplo de esto es el filme “Razones para no morir triste” de Ariel Velásquez (2016), donde Antofagasta se despliega como ciudad en sus edificios y locaciones más icónicas y reconocibles, pero donde no obstante, cada lugar adquiera un significado diferente en función del discurso que al director le interesa comunicar: en algunos de esos paisajes, por reconocibles que sean, se está apelando a una realidad que no necesariamente coincide con la ciudad que conocemos.
Por este motivo el cine chileno actual se concentra en las temáticas particulares: más que la tarjeta postal de la ciudad, lo que a estos cineastas novísimos les importa es presentar tales lugares emblemáticos como un pretexto para dar cabida a argumentos intimistas, donde lo que en realidad importa son las locaciones de carácter hermético.
Este estilo particular de visualizar la ciudad se entronca con dos preguntas clave: ¿de qué forma este modo de ver la ciudad aporta al reconocimiento de la identidad? ¿Es la ciudad un paisaje híbrido o un espacio urbano que se revela como conectado a las experiencias del espectador y reconocible como agente identitario?
Para dar respuesta a estas interrogantes, conviene recordar que el cine chileno producido entre 1990 y 2016 demuestra que ha habido un interesante cambio en el registro de lo urbano: se partió con el retrato de la marginalidad y la periferia (Caluga o menta, Gonzalo Justiniano, 1990) para llegar a los espacios cerrados de uso privado, donde la imagen de la ciudad se revela solo como un contexto en que se hace difícil reconocer el espacio (Gatos viejos, Sebastián Silva y Pablo Peirano, 2010), hasta llegar a la mismísima abstracción de la ciudad donde los límites entre lo real y lo soñado se tornan más que difusos (El pejesapo, José Luis Sepúlveda, 2007).
Sin embargo, todas estas maneras de entender la ciudad como escenario fílmico han aportado una mirada respecto de la identidad nacional. Cada una en su estilo particular, constituyen aspectos de una identidad que se trata de recomponer en la medida que el discurso cinematográfico entronca la ciudad real con la imaginada o re-construida.
Cabe señalar que la ciudad del cine nacional, en especial Santiago, es siempre una ciudad en construcción, donde se evidencian los signos del cambio de los cambios sociales, culturales y políticos que han transformado nuestra idiosincrasia y aportado por tanto a la identidad.
La ciudad en constantes tensiones
Con el regreso a la democracia en 1990, la ciudad como escenario fílmico se centra en los bordes, en los márgenes, en la periferia, para desde allí chocar con la urbanidad y así dar cuenta del estado de degradación moral que ha sucedido durante el período de la dictadura. Todas las películas de este período presentan una visualidad urbana que siempre está en tensión: los escenarios de la periferia versus el centro urbano, que revela el modelo de la política económica de los años ochenta: ‘Caluga o menta’, de Gonzalo Justiniano (1990) frente a ‘Johnny cien pesos’ de Gustavo Graef-Marino (1993).
Más tarde, en el lapso que va de 1996 a 2001, predominaron películas que profundizaron la tensión descrita antes, esta vez aumentada, donde por una parte el escenario popular choca fuertemente con la expresión urbana del boom económico.
La mirada de la ciudad se radicaliza: las locaciones populares se muestran siempre como paisajes a medio construir, donde existe confinamiento y precariedad, mientras que a lo lejos aparece la ciudad construida y moderna donde, sin embargo, el sentido de alienación predomina y se expande. Y lo característico de este periodo es el deambular de los personajes que van de un punto a otro, revelando los tremendos contrastes entre un ámbito y otro, como se expone en “Historias de fútbol”, Andrés Wood (1997), “Gringuito”, Sergio M. Castilla (1998); El chacotero sentimental (1999) o “Taxi para tres”, de Orlando Lübbert (2001).
A partir de 2002, los filmes darán cuenta de una ciudad donde predominan volúmenes urbanos: los protagonistas se trasladan desde la periferia hacia sectores conocidos por los espectadores donde se reconocen inmensas estructuras arquitectónicas frente a una metrópoli que va cambiando de modo irreversible en sus conjuntos residenciales de alta densidad, autopistas urbanas y grandes centros comerciales. Esto se puede ver perfectamente en “Play”, de Alicia Scherson (2005) y en “Se arrienda”, Alberto Fuguet (2005) y “Mirageman”, de Ernesto Díaz Espinoza (2007), donde la ciudad suele ser presentada como una urbe desbordante en relación a las personas. Así, Santiago y otras ciudades chilenas que aparecen en la pantalla en este período, parecen similares a una gran maquinaria que succiona la individualidad, llegando a alienar a sus habitantes, tema que lleva hasta el paroxismo el filme “La buena vida”, Andrés Wood (2008).
La ciudad como un personaje
En el cine nacional reciente –que va del período 2008 a 2016- la ciudad ha cambiado de manera radical.
Santiago, por ejemplo, se filma con cuidadoso preciosismo y la cámara exalta su capacidad de revelar lo bello por encima de lo funcional, en donde predominan tomas panorámicas de espacios urbanos que son el ejemplo de un estado social que ha cambiado de modo absoluto, tal como ocurre en “Qué pena tu vida”, Nicolás López (2010). Misma situación sucede con “Razones para no morir triste”, Ariel Velásquez (2016) o en “El Leche”, Felipe Arredondo (2016), que revela una estética preciosista de Antofagasta en donde se conjuga lo estético con el descubrimiento de barrios y lugares emblemáticos de la ciudad, como el borde costero, barrios tradicionales, el complejo arquitectónico denominado como Edificio Curvo o el terminal pesquero, respectivamente.
Así, según indican los académicos Marcelo Vizcaíno y Claudio Garrido (7):
“Este proceso jerarquiza las locaciones ordenándolas a partir del cruce de dos atributos: su capacidad de ser reconocidos –como referencia icónica– y su potencial de ser estetizado a través de la técnica –encuadre, color, texturas, composición–. En este contexto, la imagen de ciudad se vuelve un fondo que permite reconocer el espacio particular en el que transcurre la historia”
Lo característico de este período es la presentación de una ciudad de postales rápidas que no dan cuenta de las tensiones existentes en estos espacios donde los espacios ceden frente al conflicto del personaje, haciendo que la ciudad contribuya de manera visual más que como elemento dramático.
De esto, la ciudad se naturaliza, y en el caso de Santiago en particular, en la actualidad se presenta en la actualidad como un elemento altamente figurativo en donde sus edificios –en su mayoría vidriados y espejados– simulan una segunda cordillera y los personajes que pueblan el cine nacional reciente deambulan, transitan, no se detienen ni se agrupan y todo se resuelve en un constante ir y venir, idea que aparece firmemente expuesta en “Te creís la más linda (y erís la más puta)”, Che Sandoval (2009) y en “La memoria del agua”, Matías Bize (2015).
A modo de resumen
En la actualidad, el sello característico del cine chileno es la búsqueda de la ciudad ausente para alcanzar el sello de reconocimiento e identidad en el mundo de la globalidad.
Es sintomático que las ciudades que se muestran en el cine actual chileno termina por asfixiar a los personajes, alienándolos, haciendo que pierdan sus características propias y terminen en una especie de enajenación urbana e introspección individual, tal como ocurre en “Metro cuadrado”, Nayra Ilic (2010).
Por eso, en las películas del cine chileno actual, la ciudad ya no es solamente un paisaje y un lugar concreto sino un espacio en el que se proyectan los conflictos de sus personajes, la interioridad subjetiva y no una revisión de lugares pintorescos de tal o cual lugar, como sí sucedía en títulos de los años sesenta.
En un plano estético, los escenarios se tornan difusos o derechamente desenfocados como bien sucede en “La vida de los peces”, Matías Bize (2010).
La ciudad del cine reciente ya no apuesto a lo arquitectónico ni a lo urbano en sentido estricto, sino a la dramatización de ciertos estados anímicos que dan cuenta de cómo es el chileno de hoy, en una sociedad de cambios profundos e impensados en otras épocas.
Como consecuencia de lo anterior, pareciera que la arquitectura de la ciudad desaparece y los espectadores solo logran atisbar, de manera abstracta y desde la intimidad, una ciudad que se intuye pero no se muestra. Esta desaparición del contexto real en la ficción hace que lo identitario, lo patrimonial ceda su condición de tal para convertirse en un territorio mental donde escenarios y edificaciones, por ejemplo, se proyectan incompletos y solo a modo de sugerencias, donde el encuadre oculta y la cámara busca aquello que no se ve.
En este contexto, el espectador debe descifrar y hasta completar, pudiendo definirse este tipo de cine «cuya primera materia sería la ambigüedad, en la que el espacio real estaría constantemente puesto en duda, en el que el espectador nunca podría orientarse» (Burch, 2008:23). (8)
La ciudad invisible solo podría entenderse como la proyección de condiciones insalvables de sus habitantes, en donde predomina el encierro (“Gatos viejos”, Sebastián Silva y Pedro Peirano de 2010); la desorientación (“La Nana”, Sebastián Silva, 2009) o la alienación profunda (“Post Mortem”, Pablo Larraín, 2010).
La idea de la ciudad como escenario fílmico se ha transformado de modo sustancia donde la cámara es un ojo selectivo y crítico respecto de los personajes en el ámbito urbano que están siempre al borde de la alienación o el desborde emocional (“Gloria”, Sebastián Lelio, 2013).
Lo que pretende el cine construyendo estas ciudades sigue siendo una pregunta con múltiples respuestas, lo que compromete de modo indudable la búsqueda y reafirmación de nuestra identidad que parece diluirse en una ciudad fílmica donde los límites de lo “real” se pierden ante la ambigüedad.
La ciudad ha ido desapareciendo de modo lento y paulatino en el cine nacional, fortaleciendo su presencia ‘fuera de campo’, lo que podría traducirse en una manera cada vez más original de proyectar y revelar la ciudad contemporánea en el cine chileno.
Referencias:
(1) «Las narraciones visuales del paisaje urbano en el cine chileno (1990-2012)», financiada por el Fondo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de Chile. FONDECYT. Proyecto Regular Nº 1130751.
(2). «Santiago, locación común: La ciudad en el cine chileno posdictadura». Marcelo Vizcaíno y Claudio Garrido. En versión on-line de ARQ (Santiago) N° 91 Santiago dic. 2015.
(3) «El Novísimo Cine Chileno». Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza (editores). Santiago: Uqbar. 2010.
(4) COMOLLI, Jean Louis. Filmar para ver. Escritos de teoría y crítica de cine. Buenos Aires: Simurg /FADU, Cátedra La Ferla, 2002.
(5) TIRRI, Néstor. El transeúnte inmóvil. La perspectiva urbana en el cine. Buenos Aires: Paidós, 2012.
(6) GIRARDI, Antonia. «Arquitecturas interiores. Indicaciones para (des)dibujar la ciudad». En: El novísimo cine chileno. Santiago: Uqbar, 2010.
(7) «Santiago, locación común: La ciudad en el cine chileno posdictadura». Marcelo Vizcaíno y Claudio Garrido. En versión on-line de ARQ (Santiago) N° 91 Santiago dic. 2015.
(8) BURCH, Noël. Praxis del cine. Madrid: Editorial Fundamentos, 2008.
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