La Constitución nos da una garantía llamado principio de legalidad. Es muy sencillo, la autoridad no puede hace más que lo que expresamente le está permitido, mientras que el ciudadano puede hacer todo lo que no esté prohibido. En la práctica se traduce en que la autoridad debe fundar y motivar sus actos. Así se garantiza que haga lo que toca y no haga lo que no le toca. Este principio de legalidad fue vulnerado con el Acuerdo de 30 de marzo de 2020 donde se ordena la suspensión de labores en centros de trabajo por causa de fuerza mayor derivado del COVID-19.
El Consejo General de Salubridad (CGS) realizó funciones que no están entre sus facultades como determinar que la suspensión se daba a causa de fuerza mayor (algo imprevisible o inevitable). Lo que pudiera parecer una sutileza menor se trata de una trampa mortal para miles de patrones y para millones de trabajadores.
Lo que el CGS podía hacer era declarar una contingencia por emergencia sanitaria derivada de una epidemia. De acuerdo a la Ley Federal del Trabajo esto hubiera permitido a los patrones conservar las fuentes de trabajo, pasando esta emergencia y pagando a los trabajadores una indemnización.
En cambio, al decretar que se trata de un caso de fuerza mayor, la consecuencia es totalmente distinta, mientras dure la suspensión de la relación laboral el patrón debe seguir pagando los sueldos y la única forma de no hacerlo es mediante un procedimiento ante la junta de conciliación, un callejón sin salida. Para fines sanitarios el resultado es exactamente el mismo, pero cambia absolutamente en el ámbito laboral.
Pero más allá de detalles jurídicos lo que sucedió fue que la autoridad federal puso al trabajador contra el patrón. Esto tira por la borda décadas de nueva cultura laboral, donde el enemigo no era el sindicato ni el patrón, sino el mercado. Me resulta inevitable traer a cuenta la canción “somos la revolución” del grupo Ska-P, “si señor, si señor, somos la revolución, tu enemigo es el patrón…”.
Además de romper con la legalidad, el Acuerdo muestra una de las peores facetas del populismo. Quedar bien con muchos a costa de todos, incluidos esos que hoy sienten que los ayudan. Matar las fuentes de empleo es una pobre forma de ayudar a los trabajadores.
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