Región de los Lagos, Chile. Estoy ahora en esta bellísima región de lagos, volcanes y ventisqueros, ubicada en el sur de Chile, casi al fin del mundo.
Venimos a Angelmó, el mercadito de Puerto Montt, a pasear y comer mariscos tras pasar una semana atendida más que como a reina, por mis amigas Josefina Echazarreta y Pilar Guzmán que me invitaron a su rancho ganadero Playa Maitén, ribereño del lago Llanquihue en la municipalidad de Puerto Octay; lugar que podría ganar el título de lugar más lindo del mundo por su campo de flores bordado como dice el himno nacional chileno, y en donde entre otras cosas aprendí, que las vacas negras con blanco son de raza holandesa y buenas para dar leche y las cafés con blanco, normandas y de excelente carne.
Cerca de Puerto Montt, queda Pargua, de dónde sale el transbordador hacía Chiloé, lo que me hizo recordar el último viaje que a esa isla hicimos hace unos 10 años mi esposo Matías y yo.
Chiloé es la mayor de las 10 mil islas chilenas esparcidas en el Océano Pacífico y la principal del archipiélago de 40, que lleva su nombre; fue el último reducto de los españoles en América; y hace 180 años Charles Darwin, que este febrero cumple 209 de haber nacido, la visitó dos veces.
Hoy es una preciosa tierra de suaves colinas, llena de leyendas y mitos; famosa por los palafitos que se yerguen sobre el mar sosteniendo coloridas casas y por 14 capillitas que construyeron indígenas chilotes bajo la dirección de Jesuitas y ahora 13 de ellas son Patrimonio de la Humanidad; trece porque hace pocos días, se quemó entera la dedicada San Francisco de Asís, muriendo en ella el cura que trató de apagar el incendio.
Sus principales ciudades son Castro y Ancud.
Castro es la capital; ahí pasó Darwin unas semanas y quedó impactado por la pobreza de la gente y por su templo con piso de tablones; parecido al de San Juan Parangaricutiro en Michoacán, al que los tarascos entran bailando y agitando sonajas hechas con latas de cerveza llenas de piedritas.
El principal hotel de Ancud es de madera; y a la entrada tiene una viga donde están grabados algunos versos de la Araucana que escribió el español Alonso de Ercilla alrededor de 1560; y que los niños mexicanos de mi época, debíamos leer y memorizar:
«Chile, fértil provincia señalada en la región antártica famosa; de remotas naciones respetada por fuerte, principal y poderosa. La gente que produce es tan granada, tan soberbia, gallarda y belicosa, que no ha sido por rey jamás regida, ni a dominio extranjero sometida».
Para llegar a Ancud desde Puerto Mont, ubicado a unos dos mil kilómetros de Santiago la capital chilena, cruzamos en ferry el Canal de Chacao acompañados por las piruetas de varios lobos de mar.
Ya en Ancud, a pasos del muelle un hombre vendía enormes jaibas que llevaba en una carretilla y cuando le pedí cuatro, me sorprendió la alegría de su rostro.
Minutos después entendí su júbilo; nadie ahí compra jaibas por unidad, sino por decena; de modo que pensando que querías cuatro decenas, me dio 40 jaibas; y feliz de haber vendido de un tirón toda la mercancía, me dio un pilón como de seis.
No fui capaz de desengañarlo; de modo que las llevé a nuestro hotel y guisadas por el cocinero, alcanzaron para invitar a todos los huéspedes.
Matías y yo, nos las cenamos acompañadas de un rico y helado vino blanco frente a una chimenea de cobre con bastantes leños; y así pasamos la más majestuosa tormenta de nuestras vidas.
Espesas cortinas de agua, relámpagos, rayos y truenos, eran el marco perfecto para releer las observaciones que sobre Chiloé hizo Darwin, en su obra «Viaje de un Naturalista alrededor del mundo» y así lo hicimos.
Tenía poco más de 20 años cuando recorrió la isla a caballo, en mula, en bote y a pie.
Y llenó páginas describiendo las constantes lluvias; los azules ventisqueros; los bosques incomparablemente bellos, las selvas impenetrables, y la lujuriante vegetación que no dejaba pasar los rayos del sol.
En invierno, escribió, el clima es detestable; y no es mucho mejor en verano.
Y siguió contando que el viento sopla de continuo, es tempestuoso, y apenas si deja ver a lo lejos al Osorno; ese magnífico volcán muy parecido a nuestro Popo, con la forma de un cono perfecto siempre cubierto de nieve y vomitando torrentes de humo, casi junto a los volcanes Corcovado, Tronador y Calbuco.
Como buen sabio relacionó esa erupción de la que fue testigo, con las de otros volcanes en esas mismas fechas; pero en otras regiones del planeta, como Nicaragua.
En Chiloé vivían entonces “42 mil almas gentes tranquilas, humildes, industriosas, ataviadas con gruesos trajes de lana teñidos de color índigo los víveres abundan, pero los habitantes son muy míseros porque falta trabajo?” apuntó.
Añadió que muchos eran mercaderes que revendían tras numerosos trueques; y que para que pudiera haber prosperidad, habría que cortar cientos de árboles.
Supo que eran cristianos; pero que en ciertas cuevas realizaban ceremonias en las que creían hablar con el diablo.
Y como eran de baja estatura y parecidos a York Minister, –el indígena de Tierra del Fuego que Fitz Roy el capitán inglés del buque Beagle había tomado como rehén en el Estrecho de Magallanes–, dedujo que las dos etnias tenían algún vínculo.
La ciudad de Castro era tan pobre en la época que Darwin la visitó por primera vez, que le fue imposible conseguir medio kilo de azúcar; y como nadie tenía reloj, un anciano con fama de calcular bien el tiempo daba las horas con la campana de la iglesia cuando le placía.
Describió Darwin pájaros parecidos a loros; y otros a los que se atribuían poderes mágicos porque la intensidad y el tono de su grito, anunciaban felicidad o desgracia. Superstición que persiste, no sólo entre los isleños; sino en millones de chilenos.
Vio gorriones y se preguntó la razón para la existencia de esas aves insignificantes y si tuvieron alguna importancia, en otros lugares y tiempos.
Se encantó con un zorro al que pegó con su martillo de geólogo, y que por ser más amigo de la Ciencia que sus congéneres se me acercó tanto, que figura como ejemplar de su especie en el Museo de la Sociedad Zoológica de Londres.
Gozó con los insectos que colectó; con barcos balleneros, indígenas bonitas y azules bahías; con las imponentes cascadas y los lobos de mar.
Y sin olvidar su misión, envió a su patria tubérculos de papa originarios de la isla e ingrediente indispensable del riquísimo curanto, platillo típico de la zona que se cocina en un hoyo como nuestra barbacoa, pero con carne de puerco y mariscos.
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