Democracia de un solo hombre
Por sorprendente que se escuche, el máximo reto que enfrenta el presidente Andrés Manuel López Obrador no es la inseguridad o el bajo crecimiento económico. Se trata de un desafío más profundo, complejo y de consecuencias impredecibles, inherente al estilo personal de gobernar y de hacer política del mandatario, respaldado por la abrumadora mayoría de su partido en el Congreso y por el enorme apoyo popular con el que cuenta: sucumbir a la tentación autoritaria de ignorar a las ahora minorías y grupos opositores, lo cual significaría una grave involución democrática e infringiría los postulados democráticos que ha defendido a la largo de su longeva carrera política, caracterizada por la lucha y la reivindicación de las minorías.
Guste o no, después de las elecciones de 2018, la correlación de fuerzas políticas cambió abruptamente. Las minorías son ahora los alcaldes de oposición que protestan afuera de Palacio Nacional por los recortes a su presupuesto; son también las universidades públicas que padecen del mismo mal presupuestario; se unen a este selecto grupo los periódicos y periodistas que discrepan del Presidente; tras ellos vienen los colectivos y especialistas que se oponen a la construcción del aeropuerto en Santa Lucía; también se encuentran entre las nuevas minorías a los partidos de oposición que antes fueron gobierno; pocos, pero con voz, los empresarios preocupados por la nueva miscelánea fiscal, la caída en la inversión o la regularización de los autos ‘chocolate’, se suman a los “otros” a los que no son “mayoría”.
En una sociedad fragmentada (v.gr. México), la “regla de la mayoría” para gobernar y hacer política ha perdido vigencia. Por lo que, en una democracia que se aprecie de ser moderna, son tan válidos los intereses particulares de grupos e individuos específicos, por minoritarios y provocadores que parezcan, que aquellos que representan a la mayoría.
Se acabó el tiempo en el que el pueblo hablaba el día de las elecciones y callaba después. Un presidente democrático habrá de estar atento para escuchar, procesar, convencer y rendir cuentas a las minorías, sobre todo al momento de emprender reformas y asignar presupuestos, sin descuidar, claro está, a las mayorías que lo eligieron.
El presidente Andrés Manuel López Obrador lo sabe muy bien. En su tiempo, siendo un fuerte y aguerrido opositor, con marchas, tomas de tribuna, protestas y movilizaciones dio un nuevo rostro a la acción colectiva en México. ¿Por qué cambiar ahora? ¿Por qué expresar que la manifestación de alcaldes afuera de Palacio Nacional fue una provocación? ¿Por qué asegurar que no cederá a las presiones de las universidades? ¿Cuál es el propósito de acusar a ciertos medios de comunicación y a algunas cámaras empresariales de ser opositores al régimen?
Las marchas, manifestaciones, redes sociales, protestas, desplegados, etc., son parte de la democracia mexicana, representan las demandas ciudadanas al gobierno distintas al mandato de las elecciones. Reprimirlas o ignorarlas nos llevaría de vuelta a los duros tiempos del partido único, de la “dictadura perfecta”. Eso, así lo creemos varios, debió terminar el 1 de julio de 2018.
Contra lo que algunos analistas suelen opinar, considero que en las formas duras del Presidente no hay una obcecación. Hay un cálculo racional y estratégico detrás de ese aparente autoritarismo y maltrato hacia las actuales minorías.
Soy de los que creo que el ADN democrático del Presidente permanece inmutable. Pero tendrá que demostrarlo cuando se dirija no a los suyos, sino a las minorías opositoras que demandan modificaciones en el curso de la acción política presidencial y de su partido.
De lo contrario, la historia podría castigarlo ubicándolo en un paralelismo con aquellos presidentes que, guardando las debidas proporciones, se apoderaron en absoluto de su tiempo y espacio, con las dolorosas consecuencias que ya conocemos.
Recomiendo ampliamente la lectura de “País de un solo hombre: El México de Santa Anna”, del maestro Enrique González Pedrero.
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