La magia culinaria del Café Tacuba de la Ciudad de México
La calle de Tacuba, en el Centro Histórico de la Ciudad de México –sí, la mismísima Ciudad de los Palacios, llamada así por un viajero inglés de nombre Charles Latrobe y no por Alexander von Humboldt como erróneamente se ha manejado -, encierra en sus andadores un sinfín de colores, formas y sobre todo aromas que invitan a saborear alimentos o bebidas virtuosas.
A la salida del metro Allende de la Línea 2, ya sobre la calle, además de pregoneros ofreciendo lentes de todo tipo de armazones y graduaciones a los transeúntes, llega de golpe, cual bofetada vaporizante, el aroma de los tamales de rajas con queso, que un grupo de comerciantes ambulantes devoran de pie en ilustrativo ritual ancestral. La pinta es muy buena, el intenso rojo de las rajas, salta a la vista y se contrasta con el queso blanco y la masa de maíz amarilla. Sin duda hay que mentalizarse para seguir el camino.
A pocos pasos de ahí, un carrito de supermercado, sí, un carrito de supermercado atrae la mirada, tiene vasitos con hielos. Se trata del Señor de los Refrescos Preparados, un personaje, que sin etiquetarlo como simbólico del Centro Histórico, está presente en prácticamente todas las calles del primer cuadro de la ciudad, sobre todo, donde hay vendimia irregular y mezcla refrescos (sodas) de sabor uva, toronja o cola, con limón y sal, los cuales vierte sobre los hielos y le brinda a sus clientes un buen refresco ante la temperatura de la ex capital de la República. Se antoja, pero ya casi estamos en la puerta del legendario Café Tacuba.
La nota histórica nunca queda de lado en un espacio lleno de historia. Sobre la misma banqueta, se encuentra la casa donde vivió el poeta Francisco González Bocanegra, aquel que le diera letra a nuestro himno nacional mexicano. La casa se distingue por una placa conmemorativa, colocada ahí por la Dirección de Monumentos Coloniales, en la cual se puede apreciar que en el año de 1853, radicaba ahí el artista.
Dos pequeños toldos color guinda con el rótulo de “Café Tacuba” es la última señal que esperábamos para localizar el lugar. La puerta de madera nos recuerda que, sin duda, es un lugar histórico que ha trascendido al tiempo, pues funciona como restaurantes desde 1912, como señala el colorido vitral del biombo que nos da la bienvenida.
Afuera nos encontramos en 2019, adentro viajamos en el tiempo hasta los primeros años del siglo pasado, basta solo girar la cabeza y percatarnos que son novicias quienes atienden a los comensales. Bueno, realmente son chicas vestidas con un hábito, al estilo de Sor Juana Inés de la Cruz, de la cual encontramos un primer cuadro colocado en la pared derecha de la entrada, que sorprende, debo decirlo, pues no es una bienvenida que se pueda asimilar tan rápido.
Las sillas de madera, decoradas con el logotipo del Café Tacuba, verdaderamente marcan la memoria de visitante e invitan a escanear el espacio completo… oh, gran sorpresa, la construcción está llena de pinturas hermosas, montadas en muebles de madera con un tono café eternamente formal. El recorrido por el resto del café es obligatorio, cuando menos con el pretexto de ir al baño. La talavera juega un papel especial en esta decoración, pues las paredes del otro salón se vuelven una inmensa obra de arte que deleita la pupila.
El lugar es más, mucho más de lo que esperaba, me ha remontado a las clases de historia de la secundaria, pero también a los viajes escolares al estado de Puebla y las viejas casonas que por allá visitamos, acompañados y orientados por la eterna profesora del Colegio de Ciencias y Humanidades Naucalpan, Aurea González Leal (+) –quien por cierto, tiene una estatua en su honor-, en los que comíamos y escuchábamos historias de la Revolución y la época de la Colonia, para nutrir nuestro necesidad por conocer el pasado.
Los sabores también tienen historia y la comida mexicana se ha caracterizado por aparecer en momentos clave en los hechos que han marcado a nuestra nación, como los Chiles en nogada, que se dice, fueron servidos por primera vez a Agustín de Iturbide justo después de firmar el Acta de Independencia de México, o el delicioso mole poblano que nació el siglo XVII, creado por una monja de nombre Sor Andrea de la Asunción del convento de Santa Rosa, para recibir al virrey Tomás Antonio de la Serna y Aragón, conde de Paredes y tercer marqués de la Laguna.
Hoy, aquí en el Café Tacuba, no tenemos reyes, virreyes, emperadores o marqueses, pero los lacayos queremos comer y ser tratados como monarcas y que mejor que unos buñuelos con miel que acaban de pasar a la mesa de al lado. Bueno, eso como postre.
El menú para desayunar es basto, tiene de todo, costilla de res a la parrilla con chilaquiles, tacos de pollo con guacamole, huevos motuleños, enchiladas la mexicana, pero lo que a mí me ha enganchado es el delicioso chicharrón en salsa verde con sus respectivos frijolitos de la olla… y es que de la vista nace el amor y ver el platillo que llevaba una mesara ataviada del hábito café, me impulsó a decidirme por la corteza de cerdo en espejo de salsa esmeralda, como dirían los que saben de estos mundos culinarios.
El cafecito me ha despertado todavía más, tantas explosiones visuales bombardeando mis ojos me tienen atentos desde mi llegada, pero la cafeína me tiene más alerta. El chicharrón, una delicia, la salsita picante –que no pica- un goce y el pan dulce… el pan dulce, un encanto del que vivo enamorado desde hace muchos años, incluso antes que de mi esposa y por quien me declaro infiel, pues no creo poder divorciarme de su delicado sabor mezclado con un cafecito espumoso en lo que me resta de vida.
Viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com
Autor
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Periodista, escritor y catedrático. Lic. en Periodismo y Comunicación Colectiva por la UNAM y actualmente maestrante en Comunicación por la UACH.
Titular de columna "Cinematógrafo 04". Imparto Taller de Micrometrajes Documentales, así como el Diplomado en Cine y Cultura Popular Mexicana.
Ganador del premio a la investigación Ana María Agüero Melnyczuk 2016, que otorga la Editorial argentina Limaclara
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