EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Algodón de azúcar, técnica para crear órganos

¿Usted recuerda haber probado un algodón de azúcar en la infancia? ¿Recuerda haber estado en una fila deseando que le tocara su turno para adquirir esta golosina tan atractiva en tiempos mozos?

Las ferias del pueblo de hace 60 años aún tenían el sabor y el aroma de los algodones de azúcar: se desparramaba este manjar con una alegría que desde su fabricación contagiaba con gran calidez.

Mi madre, de sabias virtudes, nos compraba un algodón de vez en cuando; el vendedor ya lo sabía, ya que cuando pasaba por nuestra calle, se encaminaba directamente a la casa subyugando de la golosina a toda una tribu y él vendiendo una jugosa cantidad de ese dulce. A mí me gustaban los de color rosa; a Pichis, mi hermana menor, le gustaban los de color púrpura y a Silvia, la mayor, le apetecían más los de color azul. De nada servían las advertencias de la caries dental ni del dolor de estómago, ni las recomendaciones de ser mesurados: uno no podía detenerse hasta que terminaba la golosina y, con la boca pegajosa, estaba listo para otra porción, y también listo para una andanada de recriminaciones por la alteración de los pactos hechos al inicio. “¡Dijimos que uno para cada uno!, ¡No, no hay otro!”, a lo que solía argumentar: “¡es que el de Silvia era más grande!”. Y sí era cierto porque al vendedor le caía mejor la “niña Silvia”. Y le caía mejor porque, al pasar por nuestra calle, ella siempre lo conducía hasta la puerta de la casa con los algodones, y porque hacía salir a mi mamá que tenía que hacer magia para multiplicar las monedas del costo.

La golosina tiene su propia historia y lo extraño en ella es que tiene una buena cantidad de años desde su creación.

“La base de lo que hoy conocemos como algodón de azúcar nació hacia el año 1400 en Italia, donde los cocineros solían calentar azúcar hasta hacerla líquida y luego, con un tenedor o un utensilio similar, formaban largos hilos flexibles que después enredaban y los usaban como decoración de otros postres a base de crema. Sin embargo, este tipo de preparación consumía mucho tiempo y se tornaba demasiado costosa, por lo que nunca se tornó popular.

“En 1897 los empresarios William Pedroza y John Wevito y Whartons crearon una máquina capaz de formar con el azúcar líquido, finos hilos de manera automática, haciéndolos mezclar con colorantes por un tejido para formar las hebras. El invento fue primero presentado en la Feria Mundial de Francia de 1904 con el nombre de Fairy Floss (Seda de hadas), y luego en la Feria Mundial de Saint Louis, Estados Unidos, con un valor de 25 centavos de dólar la porción”.

¿Cómo lo hacían? Me interesó a mí una porción de azúcar calentada en una especie de sartén cóncavo a la que se le daba vuelta rápidamente, haciendo hebras largas de colores y luego, con mucha destreza y un palito, el vendedor recogía la hebra en sentido contario de donde giraba la  palangana con el azúcar: todo se hilaba en ese palo hasta la dimensión que el propio dulcero deseaba, según el costo.

A partir de ahí todo era alegría embarrándose de dulce por todas partes de la cara y manos todo era una melaza contagiosa.

Las ferias de pueblo siguen la tradición de los algodones, pero nosotros ya tenemos poca afición a las ferias de pueblo. Algo cambió en el encanto de las ferias y los algodones. Quizás fue que la sonrisa infantil se nos acabó al paso de tantos años.

Y por si el encanto de la creación artística de los algodones de azúcar fuera poco, mire estimado lector, la buena noticia que vino a desembocar en esta columna: “Las máquinas de algodón de azúcar sirven de inspiración para crear órganos artificiales. Investigadores de la Universidad de Vanderbilt en Nashville, Estados Unidos, aseguran que una técnica similar a la que usan las máquinas de algodón de azúcar puede ayudar en el futuro a diseñar algunos órganos artificiales como hígados, riñones o huesos”.

Qué dulce noticia.

 

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo