Por Claudia Rodríguez Acosta, psicoanalista
La adolescencia es una etapa en la que el cuerpo y la mente se transforman completamente, no solo ocurren “algunos cambios”, sino que verdaderamente hay una mutación, por eso, ni siquiera el mismo adolescente se reconoce. Necesidad de encerrarse en su cuarto a solas, rehusarse a hablar de sus sentimientos y de sus vivencias, cambios repentinos de humor y de opinión, adopción de modas y poco sentido de la responsabilidad y de los riesgos, son solo algunas características esperadas en el adolescente.
Haciendo una analogía, este proceso es como tener un rompecabezas armado y empezar a desarmarlo moviendo las piezas para acomodarlas de un modo diferente. Es un periodo difícil porque implica pérdidas y renuncias: el cuerpo deja de ser un cuerpo de niño, los padres dejan de ser héroes y se convierten en figuras de quienes es importante separarse, los amigos son como una nueva familia que sostiene y brinda seguridad, el tener la ropa o el carro “de moda” se vuelve vital, etc. Cada quien vive la adolescencia a su modo, dependiendo de los recursos internos (grado de impulsividad, inteligencia, capacidad para tolerar la frustración, nivel de tolerancia, empatía, tipo de relación que se tiene con los padres, etc.), sin embargo, todos los adolescentes se ven obligados a crecer debido a la madurez repentina del cuerpo.
Al haber tantas pérdidas y renuncias, los jóvenes se encuentran en un estado de mayor vulnerabilidad, o sea, están más expuestos a engancharse a situaciones y conductas peligrosas, sobre todo cuando la familia es para ellos un lugar conflictivo y caótico, más que un lugar que los cuida y les pone límites. Esta etapa también es de experimentación y curiosidad, así como el niño de dos años preguntaba el porqué de todo, el joven de 12 o 13 años pretenderá tener un saber sobre la vida adulta y sobre lo prohibido. La experimentación incluye conductas riesgosas como lo son probar alcohol o drogas, este comportamiento puede ser pasajero y tener como finalidad pertenecer a un grupo, sentirse “grande” y explorar. Cuando es así, el consumo es pasajero, limitado y no obstaculiza otras áreas de la vida, por ejemplo, la académica; el joven lo hace para acceder a un mundo diferente al infantil, pero siempre dentro de ciertos límites. El problema es que algunos quedan enganchados, lo transitorio se puede volver permanente cuando el joven no cuenta con los recursos internos para poner un límite y cuando no hay un grupo familiar que lo respalde y lo contenga (ojo, esto no es sobreprotegerlo).
Es importante recalcar que ningún adolescente se engancha en una adicción por juntarse con “malas compañías”, más bien, la adicción tiene que ver con sentimientos y dificultades familiares y personales con las que no puede lidiar y entonces el alcohol, la marihuana u otro tipo de drogas sirven para “no sentirse tan mal”. A pesar de que el adolescente empieza a ser más independiente, al mismo tiempo necesita del acompañamiento de sus padres, son ellos quienes deben estar pendientes, brindándole dos aspectos fundamentales: amor y límites.
Una adicción a cualquier tipo de droga se puede identificar cuando:
- El consumo va en aumento.
- Si no se consume cierta substancia vienen estados de ansiedad, enojo y/o tristeza, por lo que la substancia se vuelve indispensable.
- El consumo afecta diferentes áreas de la vida: familiar, académica, laboral, etc.
- El consumo se vuelve un aspecto fundamental de la vida, se habla únicamente de eso, se piensa principalmente en eso, se renuncia a la convivencia si no hay de por medio esa substancia.
Los padres deben estar atentos y sobre todo saber que una adicción no es propiamente un problema del adolescente, sino de toda la familia. No me refiero a que haya culpables, sino a que hay que estar atentos y pedir ayuda profesional ya que el síntoma del hijo habla de “algo” que pasa en la familia y que es recomendable y necesario hablar para poderlo resolver.
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