Desde el lunes 21, cuando se dio la noticia de la muerte del Papa Francisco, se originaron una serie de sucesos muy simbólicos y significativos: celebraciones, ritos que ponen en evidencia la importancia mundial de una institución que, desde su origen, tiene una vocación universal: la Iglesia Católica (católico quiere decir universal). En esta institución, el obispo de Roma —que es el Papa— es una figura fundamental, pues su tarea no es nada sencilla: debe velar por preservar el mensaje original, mantener la unidad y gobernar la Iglesia. Tarea nada sencilla, pues desde Pedro hasta el actual y reciente León XIV, se han sucedido otros 265 Papas. Esta figura siempre impone, y no importa si se es o no miembro de la institución a la que pertenece, o aun si se es contrario a ella: el Papa, sea quien sea, nunca pasa desapercibido.
De hecho, desde que Pedro —según la tradición— llegó a Roma, la vida de la Ciudad Eterna empezó a girar, y en cierta manera a depender, del sucesor de Pedro. Cuando la importancia de Roma fue decayendo y dejó de ser la capital del Imperio, la única autoridad capaz de mantener la administración de la ciudad fue su obispo (el Papa). La ciudad de Roma, que en la época imperial llegó a tener más de un millón de habitantes, empezó a ser abandonada y saqueada varias veces. Es famosa, por ejemplo, la intervención del Papa León I, que en el año 452 evitó que Atila, el rey de los hunos, destruyera Roma. Desde este hecho, para los romanos, la figura del Papa se volvió capital. Es más, según estudios, la ciudad de Roma, para el año 513, tenía una población de alrededor de treinta mil personas; si no desapareció fue porque el Papa se quedó en ella. Hoy, esta ciudad, que en sí misma es bellísima y muy interesante, es visitada principalmente porque su obispo es el Papa.
Tuve la oportunidad de vivir una serie de jornadas realmente inolvidables, desde los ritos funerales del Papa Francisco hasta el esperado Cónclave, con la muy famosa chimenea que señala —con el color del humo— si ya fue elegido un nuevo Papa o si hay que esperar un poco más. La primera fumarola negra se dio el miércoles por la noche; todos sabíamos que iba a ser negra, pero queríamos ser testigos, queríamos verla. No importaba que la plaza de San Pedro estuviera abarrotada y la salida fuera un caos. Bien valía la pena.
El día siguiente, el ocho de mayo, fue una jornada inolvidable. Desde la mañana, la plaza se llenó. Hubo una primera fumarola negra, pero el ambiente estaba muy alegre, todos contentos y optimistas. Ciertamente había de todo: personas que lo hacían por fe y devoción, y personas que solo querían tomarse una selfie y estar en el lugar y en el momento; aun así, había mucha gente.
Ya en la tarde, se sentía en el ambiente y se comentaba que ese día saldría elegido el nuevo Papa. Alrededor de las seis de la tarde, se decía que tendríamos que esperar unas horas más, cuando, de pronto, a las seis con siete minutos, salió humo blanco. La plaza se llenó de aplausos y vítores. Fue una experiencia única. La incertidumbre de quién era, comentarios de un lado y de otro, y de pronto salió el cardenal protodiácono a dar la esperada noticia: Habemus Papam. Dio a conocer al nuevo Papa y el nombre que había escogido: León XIV. Cuando salió al balcón de la Basílica de San Pedro, escuché, noté y yo mismo sentí que causó una impresión muy grata en casi todos. Los italianos querían un Papa italiano, y no ocultaron su desconcierto.
Ayer domingo, el Papa León rezó su primer Regina Coeli, y el próximo domingo, en esta misma plaza, tendrá lugar la misa de entronización. Espero poder asistir a ella.
Realmente es impresionante estar en medio de una plaza llena de tanta gente, de todos lados, de todas las razas. No hay mejor manera de ver la universalidad de la Iglesia. Ver banderas de diferentes países —y, claro está, la bandera de México, que nunca falta—. No todo es perfecto, ciertamente, pues no faltan los disgustos por querer estar en un mejor lugar, estorbarse un poco, hasta uno que otro desaguisado… pero así es la vida. En medio de la algarabía y el caos, se constata la estabilidad de esta institución que es la Iglesia Católica. Y esto muestra —si reflexionamos un poco— que Dios es quien la sostiene y la mantiene, que no depende ni siquiera de la santidad o perfección del sucesor de Pedro para seguir adelante. Papas se han ido, otros vendrán, hasta que Cristo regrese y le pida las llaves a Pedro. Por lo pronto, ha sido una experiencia única. En verdad, muy agradecido con Dios y con la vida.





