La vida es en su peor momento un desamparo
Mario Benedetti
Si usted es de esas personas que ha padecido toda su vida un inexplicable malestar de vivir, un enorme vacío y la sensación de que es ajeno a este mundo, quizá se sorprenda al saber que lo que ha venido sintiendo todo este tiempo es desamparo, la mayor de las carencias, la más desoladora para el ser humano.
A menudo lo confundimos con la soledad; de ahí que le tengamos tanto miedo a ésta última. Sin importar la edad que se tenga, el desamparo se presenta cuando nos enfrentamos a situaciones adversas o futuros inciertos en los que, de acuerdo con nuestra experiencia de la infancia, no habrá nadie para ayudarnos.
Ciertamente, como casi todos los registros de experiencias dolorosas, el desamparo proviene de nuestra niñez. En algún momento en que necesitamos asistencia y contención emocional por parte de un adulto no la tuvimos. A todos nos ha pasado, en mayor o menor grado. Alguna vez, cuando no éramos capaces entender por qué, nos sentimos indefensos, desprotegidos, abandonados.
De adultos, a pesar de que ya tenemos la capacidad de comprender lo que antes nos abatía, reaccionamos ante lo que nos asusta desde la misma condición emocional, pues nuestro cerebro límbico la registró y la reproduce en circunstancias similares a las de entonces.
Se trata de un aprendizaje bioquímico involuntario y de esos estamos, todos, pletóricos. Cada reacción emocional es producto de ese proceso, que involucra neuronas y glándulas, neuropéptidos y hormonas.
El desamparo, real o percibido, es para un niño la peor situación. La más desoladora y traumática. Pero para un adulto es solo una interpretación distorsionada a partir de aquella, porque no solo tenemos la capacidad de distinguir entre nuestros miedos racionales e irracionales, sino de pedir apoyo en caso de que lo necesitamos. Nunca la sensación de aislamiento está justificada, porque siempre, siempre, hay alguien dispuesto a ayudar.
Sin embargo, bajo el influjo del desamparo infantil, los adultos solemos no pedir ayuda, bien porque creemos que no la habrá, bien porque una negativa confirmaría dolorosamente que efectivamente estamos solos en esta vida. Y así es como cualquier adversidad, por pequeña que sea, o cualquier insignificante incertidumbre, nos abate por completo.
El desamparo no es cosa menor. Es un cuadro emocional que nos drena la energía vital; nos arrebata la seguridad y la autoconfianza, porque, si ya antes no pudimos, ahora tampoco podremos enfrentar solos a las dificultades. Como ya podrá imaginarse, es uno de los principales productores de miedo.
De entre nuestros estados mentales perniciosos, el desamparo es el más limitante, pues nos impide tomar riesgos. Nos ancla poderosamente a la zona de confort. Nos guste o no, la vida está tejida de hilos de incertidumbre que, desde el miedo, pueden dibujar escenarios aterradores en los que nos pasarán cosas horribles y no habrá nadie para ayudarnos y contenernos.
Aunque ya mencionamos algunos de los síntomas emocionales del desamparo, enumeraré otros que pueden serle muy reveladores: sensación de presión en el pecho, tristeza, falta de ánimo y motivación, angustia constante, apatía, aislamiento, sentimiento de incomprensión. Es común, además, que las personas con este cuadro padezcan adicciones o trastornos alimenticios.
Si usted se ha identificado con el desamparo, es necesario que haga algo, porque ciertamente es un gran introductor al desbalance bioquímico y anímico llamado depresión y ésta, la causa principal de que perdamos las ganas de vivir.
Para trabajar con nuestro desamparo personal hay una vía psicoterapéutica y una espiritual. La primera comienza por sondear esta condición emocional en nuestro pasado: ¿cuándo nos sentimos así por primera vez?, ¿por qué?, ¿qué pensamos en aquel momento?, ¿qué decretamos para nuestra vida?, ¿cómo podemos reinterpretarlo hoy para sacarle provecho?
La segunda vía no es otra que una conexión profunda con Dios, el que usted quiera y tenga. Cuando bajamos su presencia de la cabeza al corazón, todo temor y desamparo cesan.
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