Óscar Arnulfo Romero nació el 15 de agosto de 1917 en San Miguel, departamento de El Salvador, y murió asesinado el 24 de marzo de 1980 por un francotirador mientras oficiaba misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia, en San Salvador. De niño le tocó vivir el levantamiento campesino de Farabundo Martí y saber de los 25 mil indígenas asesinados en la represión del gobierno.
En estos días de guardar, llegó a mis manos un ejemplar del libro “Monseñor Romero, Salvar al Pueblo”, una muy buena selección de fragmentos de homilías y discursos del santo salvadoreño. Desde mis años universitarios he admirado al arzobispo mártir, no solo, aunque esto bastaría, por la profundidad de su pensamiento y su convicción de que el lugar de la Iglesia está en la opción preferencial por los pobres; sino, además, por la seguridad con la cual asumía que el pastor no puede dudar en dar la vida por las ovejas.
Alguna ocasión dijo: “Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado. El Evangelio me impulsa a hacerlo, y en su nombre, estoy dispuesto a ir a los tribunales, a la cárcel y a la muerte”. En otra más señaló: “He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirles que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”.
Monseñor hoy es santo, la ruta a los altares no resultó fácil; tuvo la crítica de la oligarquía centroamericana y de sectores conservadores de la Iglesia. Un fuerte opositor fue el cardenal colombiano Alfonso López Trujillo, en ese entonces poderoso miembro de la curia, cercano a Juan Pablo segundo y a Ratzinger. Famoso por ser un radical conservador y una dura aduana para las causas de santos de origen latinoamericano, en el caso concreto, ligó a Romero con el movimiento teológico de liberación y con ello frenó el proceso de beatificación. Eran los días en los cuales la teología del Reino en la tierra recibía duros ataques y era llevada a “juicio” ante la Congregación para la Doctrina de la Fe.
En otra ocasión, Romero comentó: “Hermanos quienes dicen que el obispo, la iglesia, los sacerdotes hemos causado el malestar del país, quieren echar polvo sobre la realidad del país. Los que han producido el gran mal son los que han hecho posible tan horrorosa injusticia social en la que vive nuestro pueblo”.
Días antes de morir, y muchos aseguran que eso le costó la vida, el santo de los pobres clamó en el desierto: “En nombre de Dios… y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo… les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”. Un día después lo mataron.
El mensaje era para los soldados salvadoreños. En México, con otro motivo, pero con el mismo tono, hoy se puede aplicar el clamor de Romero a los criminales que asesinan o al gobierno que no actúa.
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