Aunque se sabe que la conducta de la fauna se altera cuando la Luna oculta al Sol, aún falta investigar sobre el tema, explica Ron Fernández
Ciudad de México.- El 29 de julio de 1878, fecha del llamado “primer gran eclipse de los Estados Unidos”, Thomas Alva Edison visitó una granja en el pequeño poblado de Rawlins, en Wyoming, para probar su más reciente invento, el tasímetro, un aparato diseñado para medir la temperatura de la corona solar.
La máquina, puesta en marcha justo cuando la Luna ocultaba al Sol, fue un fracaso jamás patentado, pero ese día Edison sí hizo una aportación a la ciencia —no la que él esperaba— al describir cómo, en el momento en que oscurecía, los pollos que picoteaban en el corral hicieron un alto súbito, regresaron al gallinero, se arrellanaron en sus perchas y echaron a dormir.
Poco sabemos del comportamiento de la fauna durante los eclipses solares por ser eventos que duran apenas un par de minutos y no se repiten en el mismo sitio sino hasta siglos después (375 años en promedio, según la NASA). “Ello nos impide replicar la experiencia en condiciones semejantes, con los mismos animales o en el mismo lugar”, expone Ron Fernández, neuroetólogo y posdoctorante de la Facultad de Ciencias (FC) de la UNAM.
De lo que sí estamos ciertos es de que su conducta cambia y eso es algo que debemos estudiar a fondo, añade. Y es que cada que ocurre uno de estos fenómenos la gente suele dar cuenta de los comportamientos más inusuales, como que las luciérnagas refulgen a mediodía, los perros ladran sin concierto, los búhos ululan, los grillos cantan sin ser de noche o, como algunos paseantes poco afortunados han notado, los mosquitos se levantan de entre la hierba y pican con frenesí, por poner pocos ejemplos.
Esto pasa porque los organismos han evolucionado para adaptarse al eterno vaivén entre el día y la noche y han desarrollado una suerte de reloj interno que, cual metrónomo, marca sus ritmos biológicos en periodos de 24 horas.
“A esto se le llama ciclo circadiano y tiende a mantenerse inalterable; sin embargo, si pasa algo extraordinario como el cambio abrupto de luz a oscuridad que viene aparejado con los eclipses, veremos que algunas criaturas nocturnas se activarán, otras de hábitos diurnos se aletargarán y especies que usan al Sol como brújula se desorientarán y perderán rumbo”.
A Ron Fernández le llama la atención que, mientras los relatos anecdóticos sobre el comportamiento animal durante los eclipses abundan, los estudios científicos son escasos y, aunque si bien hay algunos que arrojan datos sorprendentes como el realizado en las selvas de Veracruz, donde se constata cómo las arañas Metepeira incrassata en cuanto se ennegrece el cielo deshacen lo que habían tejido minutos antes tan sólo para volverlo a tejer en cuanto el Sol regresa, “las publicaciones existentes resultan insuficientes como para responder a las muchas interrogantes que, todo el tiempo, nos estamos planteando los biólogos”.
A decir de Anthony Aveni, académico de la Universidad de Colgate y uno de los padres de la arqueoastronomía, pocos eventos celestes generan tanta literatura como los eclipses: “Tan sólo dos minutos de oscuridad dieron pie a una centena de artículos en el New York Times en enero de 1925”, recuerda.
Entonces, ¿por qué esta falta de material en lo que respecta a la fauna? El mismo profesor Aveni aventura una respuesta: “Siendo un astrónomo, no puedo imaginar la dedicación y fuerza de voluntad que implica centrar tu atención en un animal durante un eclipse total, en vez de hacerlo en el Sol”.
Todos podemos hacer ciencia
Ron Fernández creció en San Juan de Pasto, una ciudad del departamento de Nariño, en Colombia, a 55 kilómetros del rancho de sus abuelos, quienes entre las numerosas historias que acostumbraban relatarle le contaban una idéntica a la narrada por Edison. “Solían platicarme cómo, en el gran eclipse de 1991, cuando la Luna ocultó al Sol las gallinas interrumpieron su actividad, volvieron a sus galpones y se acomodaron como si fuesen a dormir”.
Para el biólogo es evidente que estas observaciones tan similares y transmitidas por individuos sin relación entre sí, de haber sido analizadas y cotejadas bajo criterios científicos hubieran aportado datos invaluables para los especialistas. “Sin embargo, esto podría cambiar ahora. Cada vez hay más investigadores que incluyen a las comunidades en sus trabajos, es decir, que hacen partícipes a personas de a pie en labores realizadas antes sólo por profesionales. A esto se le llama ciencia ciudadana”.
¿Y si quienes han observado algo digno de contarse durante uno de estos eventos tomaran un micrófono o un celular, hicieran grabaciones y se las hicieran llegar a los biólogos? “¡Sería como tener ojos y oídos en todas partes!”, indica Ron. Algo así, añade, sucedió el 21 de agosto de 2017, cuando un eclipse total atravesó el territorio estadounidense y decenas de miles de ciudadanos apoyaron en múltiples proyectos, los cuales arrojaron información inédita, y desde los más diversos ángulos, sobre el fenómeno.
“Sólo basta ver la enorme cantidad de artículos aparecidos de 2018 a 2020, en los cuales se analiza desde el comportamiento de la fauna hasta el aspecto de la atmósfera solar; gran parte de ello se debe al entusiasmo de la gente que decidió sumarse a los científicos. Para formar parte no se requería ninguna formación especial, cualquiera podía participar”, señala el neuroetólogo, quien añade que, de haber existido algo así hace décadas, probablemente sus abuelos se hubieran unido a alguna de estas campañas y aportados datos desde su granja, en el municipio colombiano de La Cruz.
Los eclipses de 2023 y 2024 son una excelente oportunidad para hacer ciencia ciudadana, subraya Ron Fernández, quien junto con un equipo de biólogos creo el sitio https://soundsinthedarkness.org/ (con apoyo de la FC de la UNAM), donde los interesados pueden inscribirse y participar como observadores, colectores de sonidos, analistas de datos o como promotores de esta actividad entre sus vecinos, colegas de instituto o amigos.
El fenómeno del 14 de octubre próximo será visible en toda América: iniciará su camino en Estados Unidos y terminará en Brasil, por lo que representará una oportunidad única para realizar observaciones de todo tipo a lo largo del continente. Como decía Octavio Paz: “El cielo no tiene fronteras y las nubes no poseen papeles de ciudadanía”.
A Ron Fernández le interesa estudiar los paisajes sonoros generados cuando el Sol es ocultado por la Luna —en las observaciones de 2017 se sugirió que el sonido ambiental realizado por insectos y aves cae de golpe, como si giráramos a la izquierda el dial de volumen de nuestro estéreo—, aunque como él mismo explica, también hay otros proyectos disponibles.
“Todos podemos colaborar. Para ello podemos acercarnos a las universidades locales o buscar en las redes sociales y sumarnos a alguna campaña de ciencia ciudadana. Esta es una nueva manera de trabajar que no sólo modificará nuestra forma de investigar, sino, estoy seguro, cambiará de ahora en adelante nuestra manera de entender los eclipses”. (UNAM)
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