LO QUE HOY SABEMOS

Eres tan joven como la última vez que cambiaste tu mente

Timothy Leary

La vejez no es otra cosa más que una mentalidad estática. Por eso hay jóvenes de 90 años y viejos de 30. La juventud, por su parte, no es una edad, no es la piel firme ni arrojo inconsciente; no un alto nivel de energía ni la arrogancia de creer que se sabe todo y ni siquiera todo eso junto.

La juventud es, en realidad, una disposición constante a cambiar, que necesariamente requiere la liberación y la transformación emocionales como forma de vida y una actitud permanente de aprendizaje.

Son las cargas emocionales, especialmente las de baja vibración, como decepción, desilusión, odio, resentimientos e ira, mezcladas con una pobre autoimagen, las que nos hacen sentir cansados de la vida y desesperanzados; es decir, viejos, a la edad que sea.

Cuando aprendemos a deshacernos de todo ese lastre, nos renovamos por dentro, nos revitalizamos, rejuvenecemos. No importa que tengamos 60, 70 o más años. De hecho, son esos rangos de edad en los que la humanidad está hoy en día capacitada para rejuvenecer. No así en el tiempo de los abuelos de los actuales baby boomers. ¿Cómo para qué, nos hubieran preguntado?

Hoy sabemos que el cambio personal incide determinantemente en el general. Uno por uno vamos sumando hasta ser mayoría. Ya sabemos que eso, a diferencia de lo que pensaban nuestros padres, no se hace primero en la sociedad, a partir de ideologías que terminarán siendo impuestas por la fuerza, porque siempre encuentran gran resistencia en los individuos, cuya naturaleza es la libertad de pensamiento, opinión y acción.

Así pues, el cambio personal es el principio de todo otro cambio. Hemos hablado en este espacio, por separado, de varios conceptos que, articulados, son los factores para producirlo: autenticidad, aceptación, atención y conciencia. Cada uno de ellos es, además, un proceso.

Tenemos que quitarnos de encima el peso de la expectativa ajena, comprendiendo que nuestra importancia personal no depende de la opinión de los demás sobre nosotros; después, hay que identificar la infelicidad y ver de qué está compuesta, para aceptar cada uno de sus componentes; luego, es necesario crear experiencias satisfactorias y revitalizantes, para aprender nuevas formas de sentirnos, de manera que podamos cambiar el foco de la atención hacia ellas cotidianamente, evitando así que se reinstale el programa del sufrimiento gratuito; finalmente, hay que estar conscientes, es decir, observantes, de esa transformación, para realizarla constantemente, porque de eso se trata la vida. Cada vez será más fácil y, créame, incluso divertido.

Hemos, también, identificado el núcleo del verdadero cambio: las emociones, y no solo el pensamiento, pues el ser humano no es, como nos gusta creer, un ente de prevalencia racional, sino emocional; pero aún hoy en día nos resistimos a aceptarlo, pues hemos radicado nuestra debilidad en las emociones, cuando realmente son la fuente de nuestra fortaleza y poder para transformarnos y transformarlo todo.

Por miedo a sentir y a no poder gestionar lo que se siente –peligro que para nuestro instinto de sobrevivencia es de vida o muerte–; pero, sobre todo, por miedo al miedo, el ser humano construye su zona de confort amueblada y fortificada de tercas creencias, más malas que buenas, porque son producto de la emoción de más baja vibración que existe. La defensa necia de lo que creemos es lo que ocasiona el choque generacional.

Sin embargo, no son las ideas que representan esas creencias lo inamovible, sino las emociones en las que se anclan, que generalmente son aquellas que nos llevan a culpar a los demás de nuestra situación y la forma en que nos sentimos, pues hacernos cargo de ello puede ser aterrador.

Sentirse bien por voluntad propia y conscientemente no es cosa fácil, hasta ahora solo es para valientes, esos que están abriendo el camino para que a las próximas generaciones les sea pan comido.

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