En la elaboración de la revista Problemas por la Paz y el Socialismo que editaba la Unión Soviética en Praga, participaban representantes de todos los partidos socialistas y comunistas; lo que permitía tener una visión amplia de lo que sucedía en el mundo.
Y el trabajo me resultaba tan sencillo, que mientras corregía los textos de la edición en español, me tejía una bufanda.
Porque por convicción o interés y con las excepciones de los partidos eurocomunistas francés, italiano y español y del japonés, mexicano y dominicano que eran más independientes, todos los secretarios generales escribían lo mismo.
Empezaban con “saludos revolucionarios”, reverencias a la URSS y a Cuba, condenas a EU, imperialismo, capitalismo y dictaduras de Argentina y Chile; críticas a China, que estaba medio peleada con la URSS y a Corea del Norte, cuya doctrina Zuché interpretaban algunos como “querer tener una nalga en Moscú y otra en Beijing”.
Y tras consignas de solidaridad para algún país que pasaba por problemas y represiones que cobraban vidas, explicaban la situación política en los suyos y se despedían alabando al proletariado y a “las masas”, que nunca supe cuántas personas debían tener.
Al principio debía trabajar nueve horas diarias, seis días a la semana.
Pero para un país que presumía no explotar a los trabajadores me pareció demasiado y pedí a Miguel Ángel Granados Chapa me enviara el contrato colectivo del periódico Unomásuno, antecedente de La Jornada, del que era subdirector y yo corresponsal.
Y cuando llegó, lo leí a mis jefes señalándoles que una publicación socialista no podía reducir los derechos que tenía en un periódico burgués, como ellos lo catalogaban.
Sentenciaron que México nunca sería socialista si ya había tantos “privilegios” y logré trabajar hasta las 2 de la tarde y dos días libres a la semana, que usaba en pasear por Praga y sus alrededores.
Y el día que descansaba mi jefa Lyuda, íbamos a conciertos y restaurantes o comprábamos en las paradas de trolebuses, deliciosas salchichas con pan negro y mostaza.
Para ella no había nada mejor que la URSS, pero reconocía la cultura checa y la facilidad para comprar cosas ricas sin hacer colas y oír música gratis y sin apreturas, en maravillosas catedrales.
A veces se nos reunían algunos altos jefes que, ante la repulsa de los checos hacía ellos, me pedían dijera que eran mexicanos y no hablaban ruso.
Praga se presta para las caminatas y en varias calles hay esculturas que recuerdan a las víctimas de diferentes epidemias; lejos estaba entonces de pensar, que vendría el Covid.
Su monumento más importante es el Castillo, al que iba con frecuencia.
Declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, su construcción inició en el siglo IX por orden de Bořivoj, primer príncipe cristiano de Bohemia.
Por su consejo, las tribus checas buscaron para asentarse los 4 elementos indispensables para una buena vida: fertilidad del suelo, agua pura, aire saludable y árboles capaces de dar combustible y sombra y lo hicieron en las márgenes del río Moldava, Vltava.
Trabajaron duro, descubrieron que su tierra era rica en oro y lo explotaron; las familias se multiplicaron y para defender sus posesiones, levantaron edificaciones primero en madera y luego en otros materiales.
Y la fama de Praga y sus construcciones empezó a extenderse.
Además de su preciosa arquitectura, 753 mil 474 metros cuadrados de territorio y edificios góticos y barrocos construidos en cientos de años, hacen del Castillo de Praga el más grandioso de Europa.
Está conectado a la ciudad por el Puente de Carlos, del que les hablé hace ocho días, y ha sido desde el año 880 sede de los poderes civiles y religiosos y hogar de emperadores y jefes de Estado.
Ahí, en la Capilla San Wenceslao de la Catedral de San Vito, están los restos mortales del santo patrón de Praga y principal héroe del país, San Wenceslao.
Y muy cerca de ellos, una caja fuerte de siete cerraduras custodia su corona, cetro y manto, otras joyas de Bohemia y documentos históricos.
Wenceslao, Vaslav, nació el año 907 y educado por su abuela Santa Ludimila al morir su padre, el rey Ratislav de la dinastía de los Premislitas, en batalla contra los magiares.
Pronto sufrió otra pérdida, porque Ludimila fue asesinada en una conjura anticristiana encabezada por su nuera, madre de Wenceslao, que al poco tiempo fue destronada y el muchacho de menos de 20 años, proclamado rey.
Reinó un decenio en tiempos complicados, porque se estaba formando el imperio romano-germánico; fue amable y protector de los pobres, instauró el orden castigando asesinos y tratantes de esclavos y murió asesinado por su hermano Boleslao.
Gracias a la veneración popular fue canonizado a los 40 años de fallecido; en toda la ciudad hay estatuas que lo recuerdan.
Hay una policromada en la Catedral de San Vito construida en el siglo XIV por orden del rey checo y emperador romano germánico Carlos IV y tiene cuadros, coloridos murales y maravillosas vistas a la ciudad.
Otra, es parte del monumento escultórico mariano del siglo XVIII que en el principal patio del Castillo honra a las víctimas de una peste que mató millones.
Y una estatua de bronce lo reproduce a caballo y flanqueado por los cuatro santos checos Santa Ludmila, San Procopio, Santa Inés de Bohemia y San Adalberto de Praga.
Fue colocada en el antiguo Mercado de los Caballos, hoy Plaza Wenceslao, frente al Museo Nacional; que más que plaza es una avenida con hoteles, restaurantes y tiendas.
Hay otra en el Puente de Carlos y vestigios de una más, en una casa de estudios de sacerdotes jesuitas.
El Castillo de Praga es un barrio completo, Hradčany, con iglesias, palacios, jardines y callecitas empedradas por donde me encantaba caminar con zapatos de tacón, para oír el rítmico ruido que producían.
En una de ellas están la casa donde Kafka vivió de 1916 a 1917 y el Callejón del Oro, Zlatá Ulička, con casitas pintadas de colores que mandó construir en el siglo XVI, el emperador Rodolfo II, para alquimistas extranjeros.
Gastó en ellos fortunas, confiando que hallarían la fórmula de la eterna juventud y la piedra filosofal que convertiría metales corrientes en oro, pero siempre receló de los alquimistas ingleses porque creía eran espías.
Radicó también en Praga, el famoso alquimista alemán doctor Fausto.
Dice Wikipedia que el trabajo de los alquimistas no fue infructuoso, porque llevó al reconocimiento de la Química como ciencia.
La euforia por la alquimia terminó en el siglo XVII, al estallar la Guerra de los Treinta Años que ocasionó a los nobles, preocupaciones más inmediatas.
Cuando trabajé en Praga no existía el Museo de Alquimistas y Magos, organizado por el parapsicólogo estadounidense Vincent Bridges en la “Casa del Burro en la Cuna” cuyo nombre proviene de la leyenda de un niño que ahí se volvió burro.
Bridges asegura que William Shakespeare, del que también se decía era agente inglés, vivió ahí y la leyenda lo inspiró para escribir Sueño en una noche de verano.
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