La obviedad de CODA versus la maestría de DRIVE MY CAR
La flamante y sorpresiva ganadora del Óscar a la Mejor Película del año no tiene la estatura como para haber alcanzado ese estatus y demuestra, una vez más, cómo la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas no se desmarca de esa tendencia de premiar lo políticamente correcto en un determinado contexto. En oposición, el Óscar entregado a “Drive my car”, como mejor película internacional, comprueba que el cine todavía es capaz de entregar piezas maestras y alejadas del gusto de los espectadores domesticados por la industria.
El filme CODA no es malo, digámoslo de entrada, solo es un producto concebido por Hollywood, siguiendo al pie de la letra la receta de cómo emocionar fácilmente a un espectador dispuesto a “consumir” antes que degustar un filme.
CODA es un drama con tintes de comedia que apela a la sensibilidad más obvia, a la lágrima fácil, lo que no es malo necesariamente pero sí puede resultar un recurso tan gastado como las carreras de autos por la ciudad en filmes de acción.
CODA es un filme tramposo, engaña con su mensaje de buena voluntad, de aceptación de las minorías y el respeto a la inclusión. Y eso es su lastre.
Lo que tiene de extraordinario este filme es que se trata de un largometraje cuyo valor está radicado en su representación de la comunidad sorda lo que, por desgracia, se entrampa rápidamente en un estilo narrativo simple, obvio y pedestre que busca, con descaro, las lágrimas del público, abusando de todos los clichés conocidos para lograrlo.
El galardón máximo entregado a esta película no hace más que justificar las buenas intenciones de la Academia, considerando que todos los méritos de CODA radican en su discurso político, en su coincidencia con los temas actuales de discusión pública, pero que no se traducen en un lenguaje cinematográfico que pueda sorprender o que entregue algo nuevo.
Este remake de la película “La familia Bélier” es una estupenda oportunidad para levantar debates, propaganda a favor de la inclusión y del respeto a la diferencia. Eso es válido y se apoya y aplaude, pero no se traduce en buen cine que, a fin de cuentas, debiera ser lo importante en la designación de mejor película por parte de la Academia, teniendo formidables trabajos estéticos y argumentales en cintas grandes como son “El poder del perro” o “Belfast”, por ejemplo.
Esto recuerda el caso de “Gente como uno”, un antiguo filme dirigido por Robert Redford en 1980 y que apelaba respecto de la familia y la desintegración de un hogar. Hoy, nadie se acuerda de esa película que se llevó el Óscar dejando de lado a dos obras maestras absolutas: “Toro Salvaje”, de Martin Scorsese y “Tess”, de Roman Polanski.
En CODA todo es prefabricado y evidencia los deseos de su directora y guionista Sian Heder por construir un producto cargado de clichés y tópicos, cargado de escenas calculadas al milímetro para hacer reír o llorar, porque si algo nadie puede discutir es que se trata de una película hecha para agradar, levantar tesis obvias acerca de la inclusión y las buenas intenciones,
DRIVE MY CAR
Después de una tragedia familiar, Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), un actor y director de teatro, acepta dirigir la obra Tío Vania para un festival de teatro en Hiroshima. En ese trance, aparece un actor, Kôshi Takatsuki (Masaki Okada), que lo obligará a enfrentarse con su pasado y también surge una chica silenciosa que oficia como su chofer, con quienes establecerá una intensa vinculación que, para bien o para mal, le abrirá la puerta de su existencia.
Este filme, que alcanzó el Óscar a la Mejor Película Extranjera, y que antes obtuvo una cantidad de galardones entre los cuales sobresale el premio recibido en el Festival de Cannes al Mejor Guion, se alza como la verdadera pieza ganadora en la última edición de la Academia, porque en su desarrollo no solo se revela como una película magnífica, donde cada plano significa algo y apela a la sensibilidad de los espectadores, sino también porque se trata de una profunda reflexión acerca de nuestra naturaleza como seres humanos.
El texto del director Ryûsuke Hamaguchi (“Wheel of Fortune and Fantasy”) en colaboración con Takamasa Oe repasa en sus casi tres horas, con sutileza y emoción, a cada uno de los personajes que van y vienen por una ciudad símbolo de dolores antiguos, con una notable técnica empleada en su guion, donde cada elemento aparentemente insignificante, aporta nuevas capas de significación para hacer de este filme un exquisito trabajo de cine.
Por lejos este es el mejor filme de la temporada pasada, uno de esos filmes donde se agradece la oportunidad que entrega para deleitarse con sutilezas, con miradas, diálogos simples pero cargados de intención y, sobre todo, por una puesta en imágenes que deslumbra en su infinita capacidad para trabajar con las texturas, con la puesta en escena y con actuaciones que son un lujo.
Pero toda esta riqueza se apoya, además, en un estudio de personajes, donde se puede admirar la luminosidad de este filme japonés que nos devuelve el placer de seguir viendo cine en una época en que se desconfía de la sensibilidad, el buen gusto y la capacidad de observación. Un filme notable que sí perdurará y seguirá conmoviéndonos, porque está hecho con legítima creatividad, que termina siendo una experiencia conmovedora y universal.
Autor
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Periodista, Escritor
Doctor en Proyectos, línea de investigación en Comunicación
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