Tu mente es la mayor guionista de culebrones de la historia
Harv Eker
Hay cuatro razones por las cuales el ser humano tiene la necesidad de elaborar dramas: alejarse de la verdad, que puede ser mucho más incómoda y dolorosa que la interpretación dramática que se hace de ella; desviar la atención de realidades impactantes emocionalmente, porque no sabemos que hacer con ellas; construir la imagen que queremos que los demás tengan de nosotros y, finalmente, en su faceta positiva, necesariamente artística, generar empatía entre almas, a veces muy disímbolas.
El drama, pues, solo es útil en la literatura, el teatro, la pintura, la danza, etc. En nuestra vida cotidiana nos distancia de nosotros mismos, de nuestra verdad interior y, por tanto, de la realidad de nuestras vidas.
La eterna víctima, que se queja de todo y reclama, reniega de la vida y de los demás, vive en un eterno drama. Su victimario está inmerso igualmente en el suyo, si es real y no imaginario.
De esta manera consigue no solo alejarse de la responsabilidad de hacerse cargo de sí misma y ejercer su libre albedrío, de decidir y asumir las consecuencias de sus acciones, sino provocar la simpatía de los demás, la compasión o la lástima e incluso atraer a su victimario-rescatador.
El drama siempre está en función de los paradigmas dominantes de nuestra cultura en lo que a reconocimiento se trata. Así que construiremos nuestro drama para que los demás vean cuánto trabajo nos costó estudiar, o comprar una casa, o educar a nuestros hijos, es decir, cuánto sacrificio y sufrimiento hemos empeñado en vivir, porque solo eso justifica el éxito y la riqueza; nos hace merecedores. En una sociedad que condena los logros fáciles, todos necesitamos uno o más dramas de vida.
Ahora bien, ¿de dónde partimos para construir estos dramas y cómo lo hacemos? Provienen de interpretaciones y reinterpretaciones que hacemos cuando reconstruimos con la memoria episodios de nuestras vidas.
Memoria episódica, se llama esta capacidad del cerebro humano, y es una herramienta adaptativa muy poderosa. Tanto nuestras experiencias más agradables, como las más desagradables, están presentes en nuestra mente, voluntaria o involuntariamente, gracias a que podemos aislar acontecimientos de nuestras vidas para evocarlos, reexperimentarlos y reinterpretarlos desde una nueva perspectiva.
Estamos equivocados si creemos recordar las cosas con precisión. En primera instancia, está comprobado por la ciencia que la mente humana llena huecos de memoria a través de nuestra imaginación, en una cantidad y con una frecuencia tan altas, que la mayor parte de lo que recordamos es ficticio.
En segunda instancia, la memoria episódica, por traernos hechos de valor emocional para nosotros, siempre nos obliga a reinterpretarlos a la distancia, en tiempo y emoción, lo que implica reenfocarlos desde otra visión de la vida, peor o mejor, pero distinta, porque el ser humano no puede evitar el cambio, para bien o para mal.
Todo lo que creemos ser proviene de cada sentimiento que hemos tenido y experimentado en nuestras vidas, contenido, cuando es muy relevante, en la memoria episódica. Posteriormente, moldeamos lo sucedido y sentido, en nuestra primera interpretación o reinterpretaciones, de acuerdo a los paradigmas dominantes en nuestra cultura.
Es decir, hay hechos en nuestras vidas que nos marcan emocionalmente, y que “digeriremos” a través de nuestro sistema de creencias. Y esos son los que recordaremos como episodios buenos o malos. Los demás son solo repeticiones.
Así pues, si cuestionar constantemente nuestras creencias, para reafirmarlas o cambiarlas, nos libera de nuestras limitaciones mentales y patrones de sufrimiento, una reinterpretación positiva de nuestros episodios dolorosos en la vida nos permitirá cambiar el “chip” mental y emocional, del drama a una visión más objetiva de nosotros mismos, nuestras emociones, experiencias, actitudes y relaciones.
A partir de la memoria episódica podremos narrarnos nuestras propias vidas sin “culebrones” que nos impiden amarnos a nosotros mismos tal cual somos, pues nos exigen vivir para merecer y no para ser.
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