Tolerancia es esa sensación molesta de que al final el otro puede tener razón
Jonathan García Allen
Las creencias firmes nos ayudan, las sobrevaloradas convicciones absolutas, que no son otra cosa que intransigencia, nos ponen en pie de guerra contra toda circunstancia que las contradiga y toda persona que las desafíe.
Ahí donde estamos peleados con la vida, hay una intransigencia, producto de una intolerancia a personas o situaciones que reabren nuestras viejas heridas de infancia no sanadas.
La intolerancia es, por tanto, producto del miedo. Los tiranos, emocionales, laborales, físicos y/o políticos, están movidos por el miedo a ser heridos nuevamente y a no lograr las cosas que, suponen, sanarán sus heridas.
Así pues, la intransigencia es ese tipo de debilidad que nos da fuerza para avasallar, para arrebatarle la vida a aquellos que nos enfrenten de cualquier manera, porque nos pone siempre, paranoicamente, en situaciones extremas de “tú o yo”.
No hay nada más destructivo que un débil empoderado a la altura de su miedo a la vida. Mientras más intransigente, más miedo tiene, más se protegerá mental, emocional y físicamente; más despegará los pies de la realidad, puesto que la vida nos exige mirarla de frente. No nos permite evadirla o forzarla sin un costo de sufrimiento constante, quizá oculto para los otros, pero no menos torturante para el intransigente.
Y sí, entonces, ahí donde hay tortura mental hay intransigencia. Puede ser un solo punto de nuestra psique, una gran mancha o una oscuridad total, pero todos somos o hemos sido intransigentes.
Qué otra cosa, sino la intransigencia, es lo que nos lleva a aferrarnos a la expectativa de que las cosas resulten como “deben ser” y las personas sean como “tienen que ser”.
El intransigente es evidentemente el gran controlador, rígido interiormente, de miras siempre limitadas, pero sobre todo maniqueo: constantemente está tomando decisiones sobre lo que está bien y lo que está mal, pues solo colocándose mentalmente en el polo de lo que está bien, se siente seguro. Imponerlo será su impulso cuando las circunstancias o la conducta de otros le muestre que se equivoca.
El rol favorito del intransigente es el del victimario que se siente víctima. Tener la razón a toda costa es su objetivo, y para ello somete a su pareja, su familia, sus empleados, sus amigos y hasta un país, si es necesario.
Hablamos de los radicales, cualquiera que sea su ideología o credo. Justifican su intransigencia haciendo pasar su convicción absoluta como la verdad universal.
Si hubiera pocos intransigentes en este mundo no habría polarización social ni regímenes autocráticos, discriminación, explotación, guerras y ni siquiera delito.
Así pues, observando el mundo, es evidente que, en algún grado, prácticamente todos sus habitantes somos intransigentes. Nada de extraño tiene eso, pues uno de los motivos por los cuales estamos en este planeta es la evolución de la conciencia, que viaja de la intransigencia a la apertura mental total, sin importar cuantas vidas le lleve.
Saber esto es una importante herramienta para ubicar de dónde proviene nuestro sufrimiento. Esto nos hará, por lo menos, desear liberarnos. La idea de que eso es posible será una semilla que germine y crezca en nuestra mente hasta prepararnos por completo para hacer lo necesario: sanar nuestras heridas de la infancia. Si no lo hacemos, los bloqueos de energía que hemos colocado alrededor de ellas para protegernos nos arrastrarán continuamente hacia la intransigencia, y tienen el poder de mantenernos ahí de por vida.
Dice el reconocido psicoterapeuta Walter Riso que “las personas dogmáticas cuentan con un yo totalitario que rechaza tajantemente cualquier información distinta a la que ya tienen. Si solamente creo en mí y pienso que los demás están equivocados, la intransigencia se multiplica de manera exponencial”.
Todos somos niños heridos jugando a ser grandes mientras no trabajemos para crecer. Pocos lo hacen, por eso el mundo está conducido por el gran berrinche colectivo.
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