Los maestros en el centro de la vida
Mi escuela primaria era una antigua casa porfiriana del siglo XIX, que estaba situada en una de las avenidas del corredor moderno de mi pueblo. La calle Juárez tenía en el centro del arroyo unos rieles para el paso del tranvía. Era una casa con zaguán, grande, un rectángulo formaba el patio principal y las recámaras fueron convertidas en aulas; en mis tiempos, una habitación para cada grado.
Entrando a mano izquierda estaba Cuarto Grado, luego Segundo, y había un paso para lo que había sido el corral, después convertido en los baños y otros saloncitos. Debió ser grande la propiedad del “Chato”, el patio vecino, porque hacía pensar que había detrás de esas murallas limas, limones, granadas, chirimoyas y chayotes, pues algunas guías de los árboles daban a la parte de la escuela y tomábamos lo que alcanzábamos para llevarnos a la casa.
Recorrer las habitaciones en ese orden caprichoso era un mapa de filibusteros, pues hacía caminar el siguiente espacio de la casa por el lado derecho donde estaba Quinto Grado, con colindancia a la calle; era divertido que la gente que pasaba se asomara a ver qué hacíamos en la escuela.
Luego se ubicaba la Dirección y otro salón como de usos múltiples, donde daban los desayunos escolares, y atrás en corral, se hicieron otras aulas. Asistíamos a la escuela de 8:00 a 13:00 y de 15:00 a las 18:00 horas.
A mí me tocó el Primer Grado con la maestra Lupita Gómez, alegre y autoritaria, la de Segundo era morenita subida de color, recia como un desaire que no recuerdo su nombre; Graciela fue mi maestra de Tercero y Cuarto Grado, con ella descubrí la lectura y la historia. La de Quinto fue Esther, sobrina de la directora, de carácter dulce pero de belleza escasa; Lola fue mi maestra de Sexto grado, ella nos hacía volar en atlas y viajábamos con singular alegría por las páginas, era, al mismo tiempo, la subdirectora del plantel.
La maestra Araiza era la directora, delgada, chata, con voz áspera y mano ligera para los reglazos; ella nos hacía despertar del confort de manera apresurada. “¿Cómo va, Alfonso Guadalupe? Es muy listo pero flojea mucho, se distrae muy rápido como si trajera libélulas en la cabeza”, solía decirnos a casi todos.
Los momentos son una radiografía.
Seis años en la gloriosa Escuela Primaria “Victoriano Rodríguez”, la número cuatro en la ciudad, me dieron identidad de ciudadano, fervor perenne a la patria, el sabor de la amistad y mi reconocimiento hacia los maestros.
Mal aprendí a contar -reconozco mi distracción y flojera-, crecí creyendo que el mundo era una odisea que desbordaba mis ilusiones. En mi vida siempre había una nave en la cual poder viajar, un juego que aprender, una hazaña para hacerla significativa.
Estoy agradecido con mis maestras, que ya deben estar descansado en paz, con la gloria como recompensa.
Los maestros, los mías cuando menos, están en el centro de mi vida; sus enseñanzas, su forma de existencia, las relaciones que establecían, fueron un referente que invariablemente brota siempre para bien.
¡Honor y gloria para ellos!
Estimado lector intente recordar a sus maestros de primaria, podrá sentir de nueva cuenta esa sensación de construcción de vida.
¡Feliz día del maestro!
Autor
Otros artículos del mismo autor
- OPINIÓN25 mayo, 2021EL MESÓN DE SAN ANTONIO
- OPINIÓN17 mayo, 2021EL MESÓN DE SAN ANTONIO
- OPINIÓN11 mayo, 2021EL MESÓN DE SAN ANTONIO
- OPINIÓN4 mayo, 2021EL MESÓN DE SAN ANTONIO