ALGUIEN TIENE QUE MORIR

Muchos secretos, muchas armas, mucha expectación y una cuota de desilusión acompañan a esta miniserie grabada en México, pero que se refiere a la situación de la sociedad española durante la dictadura franquista, cuando la mujer estaba supeditada a ser figura decorativa y los homosexuales eran apresados y destinados a tratamientos para corregir su “enfermedad”. El tema prometía y los tres capítulos con que cuenta son entretenidos, se hacen cortos pero, en verdad, no alcanzan para dar el tono necesario y termina siendo una propuesta elegante en su visualidad pero que no acierta en todo lo que prometía, aun teniendo un equipo actoral de lujo, en donde aparece una madura Carmen Maura, alejada del rótulo de chica Almodóvar y el recordado Carlos Cuevas, el Pol Rubio de “Merlí” que sigue creciendo en su carrera actoral, aun cuando la verdadera estrella sea Isaac Eleazar Hernández,  bailarín profesional de ballet y actor mexicano, reconocido internacionalmente con el máximo galardón de su disciplina, el Benois de la Danse, que otorga la Asociación Internacional de la Danza de Moscú al mejor bailarín del mundo en 2018, Su presencia y personaje son un plus de esta fallida experiencia de Netflix, orquestada por Manolo Caro, creador de la famosa “La casa de las flores”.

Esta miniserie de apenas tres capítulos es un trabajo entretenidamente fallido. De verdad le faltaron capítulos para desarrollar una trama que parte bien, con muchas promesas, pero que decae apenas se revela como un drama familiar turbio, con una serie de enredos que se cruzan con los temas del crimen, el casamiento por encargo y la homosexualidad no asumida y un telón de fondo represivo, lleno de culpas y de secretos dominada por la moral franquista.

Es verdad que la miniserie tiene todos los ingredientes para generar adicción, cuenta con ingredientes muy interesantes pero es tan breve que eso juega en contra, se dispersa el interés y todo termina siendo muy ostentoso pero no profundo, llamativo pero no destacado y que pierde su eje en medio de muchas subtramas que no se alcanzan a desarrollar.

‘Alguien tiene que morir’ se centra en la historia de la familia Falcón, miembros de la clase privilegiada durante el franquismo, envidiados, reverenciados y, como corresponde, un grupo familiar que tiene tantos secretos que se pudo hacer un par de temporadas con cada uno de los personajes.

Todo está en orden, hasta que regresa a España el hijo de la familia Falcón, porque todos empiezan a sospechar que es homosexual: llega acompañado de un bailarín mexicano y su relación amistosa de inmediato causa espanto en una sociedad tan pacata y cínica como lo fue la España de los años 50, dominada por la iglesia y las huestes de Franco. Este dato no es menor: en esa época ser homosexual era poco menos que una maldición y generaba persecuciones y castigos severos.

Ese tema era de por sí potente, daba la posibilidad de una indagación feroz entre el deseo, el amor y la represión, en especial cuando con la llegada del joven Falcón se avivan demasiados secretos y se empiezan a visualizar los esqueletos ocultos en los armarios.

Otro elemento que se frustra es el del secreto familiar, el tabú, las cosas no dichas. Se pudo lograr un clima fascinante con esa idea de estar en un núcleo familiar donde todos ocultan una verdad que jamás salió a la luz. Pero, por desafortunada elección, ello no ocurre e incluso se desaprovecha todo ese aspecto porque las acciones, las motivaciones y los dramas que uno alcanza a ver son demasiado superficiales y no alcanzan para provocar.

El exceso recurso teatral y lo estático de las actuaciones y los diálogos atentan contra la fuerza que pudo tener esta miniserie, sobre todo en el ámbito de los temas expuestos, desaprovechando situaciones límite, elementos dramáticos y momentos que se pudieron transformar en caldo de cultivo ideales para una provocación que nunca alcanza a desarrollarse.

La brevedad de “Alguien tiene que morir” atenta contra la credibilidad de los personajes, en especial con algunos que podrían haberse desarrollado mucho más, como el caso del bailarín mexicano que desencadena una tormenta de proporciones con su aparición, sobre todo avivando estereotipos de quienes concebían (y todavía lo hacen) que el artista es siempre alguien peligroso y con conductas que rozan lo inmoral.

Un punto que destacar es, lejos, el reparto. Cada actor aprovecha al máximo sus escasos minutos para descollar, aun cuando sea Amparo, la matriarca el personaje que tiene mayor presencia, en especial por el estilo y dominio de escena de esa siempre grande Carmen Maura. En el caso del joven bailarín azteca, su presencia y estilo elevan la calidad y resulta un personaje que cala hondo cada vez que aparece en escena en esta acotada miniserie.

Que entretiene, lo hace. Se ve en una tarde, va derecho al meollo del tema y se ve elegante en sus decorados internos, aun cuando los exteriores resulten pobres y poco aprovechados. Pero en general queda la sensación de que pudo ser y no fue, que tenía tanta historia que contar, pero no hubo tiempo y todo se resuelve en un final tan sangriento como teatral, donde nos queda claro que más de alguien tiene que morir.

Autor

Víctor Bórquez Núñez
Periodista, Escritor
Doctor en Proyectos, línea de investigación en Comunicación