EL MESÓN DE SAN ANTONIO

Rotos

El mundo rompe a todos, y después, algunos son fuertes en los lugares rotos. Ernest Hemingway

            Me pidió otra oportunidad y se la di. No porque sea yo muy buena persona, sino porque siempre he sentido la obligación de apostar por las causas perdidas. El primer mes trabajó sin problemas, en verdad vi cómo se esmeraba por hacer bien las cosas, pero en el segundo mes empezaron los permisos, las faltas injustificadas, las ausencias prolongadas. Le llamé por teléfono varias veces para preguntar si todo estaba bien pero nunca contestó, estaba claro que su adicción había sido más fuerte que la intención de luchar por su familia y por él mismo.

Recordé entonces una nota leída hace algunos años -me asombró lo rápido que pasaron los años entre el 2008 y el actual 2019- que afirmaba que en 2020 la depresión sería la segunda causa de incapacidad en el mundo según la Organización Mundial de la Salud, sólo detrás de los infartos, la insuficiencia coronaria o los accidentes cardiovasculares.

La depresión no se trata sólo de sentir tristeza, sino que se relaciona con la pérdida de la capacidad para disfrutar aquellas cosas que nos hacen sentir bien, además de que viene acompañada de trastornos del sueño, falta de apetito, desgano, indecisión, inseguridad, apatía, llanto fácil y la constante idea de sentirnos torpes, buenos para nada, lo que acarrea sentimientos de culpa y deseos de morir para dejar de ser una carga para los que nos rodean.

No quiero apelar al pasado, a esa cantaleta de que “en mis tiempos no pasaba eso”, porque no me parece justo ya que, así como disfrutamos de sus beneficios, deberíamos de afrontar las consecuencias.

La tecnología ha venido a resolver muchos de nuestros problemas: la comunicación, por ejemplo. Antes, para hacerle llegar noticias urgentes a algún familiar que estaba lejos, teníamos que esperar semanas para obtener alguna respuesta. “Tu padre murió, lo enterraremos mañana” -así, escuetamente porque cada palabra costaba, literalmente- era un telegrama que, mínimo, iba a tomar cinco días en ser entregado. Claro que cuando el individuo recibía tal noticia, sabía que el padre ya había sido enterrado y que, en el mejor de los casos, podría alcanzar a llegar a la misa de los siete días. Hoy no pasa eso. Se muere alguien a las 7 de la mañana y para las 7:30 ya todo el mundo lo sabe, y el que quiere y puede consigue boletos de avión o de camión para acudir al funeral el mismo día.

Y es lo que me asombra, estimado lector, estamos tan conectados y desconectados al mismo tiempo, que sabemos todo y nada la gente que nos rodea. Podemos darle un like al vecino que acaba de subir una foto haciendo ejercicio, sin saber que recién perdió el trabajo; le damos like a la sobrina que publicó que su bebé ya nació, y no ser para preguntarle si le falta dinero para los pañales; leemos el post de algún contacto revelando que ha pasado por una situación difícil, y lo más que hacemos es poner “me entristece”.

Nunca antes la tecnología nos había unido como separado al mismo tiempo. Podemos saber el día a día de una persona, sin llegar a saber si realmente se encuentra bien.

Estamos rotos. Todos. Invariable e irreparablemente rotos. En algún punto de nuestro crecimiento nos rompió algo sucedido en casa (el divorcio de los padres, el cambio de residencia, la dinámica familiar, un abuso, una injusticia), o algo en nuestra adolescencia (el rompimiento con nuestro primer amor, la muerte de un familiar, un accidente) o en nuestra vida adulta (una separación, algo con nuestros hijos, algo con nuestros nietos) … todos nos rompemos, invariablemente.

La cuestión radica en cómo reacomodamos nuestros pedacitos. Podemos juntar las migajas y rehacernos en una mejor versión de nosotros mismos, podemos unir nuestras piezas y tratar de seguir funcionando, o podemos pasarnos la vida llorando por aquello que nos rompió… como llorar sobre la leche derramada.

Todos nos rompemos, ese es un axioma, lo interesante de la existencia es ver cómo tratamos de repararnos, cómo tratamos de seguir adelante a pesar de estallar en miles de fragmentos. Y, como diría Hemingway, “…algunos somos fuertes en los lugares rotos”.

 

Autor

Alfonso Vazquez Sotelo