El 5 de diciembre de 1873, Manuel Acuña y Juan de Dios Peza salieron a dar una larga caminata por la ciudad de México, tal y como era la costumbre de los jóvenes poetas románticos de la época. Caminaban rápidamente, con sus vestimentas oscuras, y muy probablemente hablaban de cosas de la vida.
Los amigos pasearon por la Alameda, se despidieron en la calle de Santa Isabel frente a la casa de Rosario de la Peña, la hermosa y culta mujer a quien Acuña dedicó su amoroso “Nocturno a Rosario”, recientemente dado a conocer.
-Mañana a la una en punto te espero sin falta, dijo de improviso Acuña.
-¿En punto?— preguntó Peza.
-Si tardas un minuto más…
-¿Qué sucederá?
-Que me iré sin verte.
-¿Te irás adónde?
-Estoy de viaje… sí… de viaje… lo sabrás después.
Acuña regresó en la noche a su cuarto, en la Escuela de Medicina. Alguien lo vio salir a bañarse cerca del mediodía. Juan de Dios Peza llegó unos minutos después de la una y lo encontró tendido, “con un acre olor a almendras amargas”. Había ingerido una dosis mortal de cianuro de potasio. Tenía 24 años.
En ese momento murió un poeta y nació una leyenda. Trascendió que Acuña se había suicidado al no ser correspondido por Rosario. “Acuña se ha matado por ti”, le dijo Manuel Altamirano a la dama, que ahora pasaba a ser corresponsable de la tragedia.
Médico y poeta, Acuña nació en la ciudad de Saltillo, Coahuila, el 27 de agosto de 1849. Vivió en una época en que la sociedad mexicana era dominada por una intelectualidad filosófico-positivista, además de una tendencia romántica en la poesía. Hijo de Francisco Acuña y Refugio Narro. Recibió de sus padres las primeras letras. Estudia posteriormente en el Colegio Josefino de la ciudad de Saltillo y alrededor de 1865 se trasladó a la México, donde ingresó en calidad de alumno interno al Colegio de San Ildefonso, donde estudia Matemáticas, Latín, Francés y Filosofía. Posteriormente, en enero de 1868 inicia sus estudios en la Escuela de Medicina. Fue un estudiante distinguido aunque inconstante. Cuando muere, en 1873 sólo había concluido el cuarto año de su carrera. En los primeros meses de sus estudios médicos vivía en un humilde cuarto del ex-convento de Santa Brígida, de donde se trasladó al cuarto número 13 de corredor bajo del segundo patio de la Escuela de Medicina, el mismo, que años antes habitara otro infortunado poeta mexicano, Juan Díaz Covarrubias.
¿Qué era lo que pasaba por su mente o por su atribulado corazón aquel 6 de diciembre de 1873? Es un secreto que se llevó a la tumba luego de ingerir cianuro de potasio para cortar su existencia. El cadáver del poeta, de cuyos cerrados ojos, se dice, estuvieron brotando lágrimas según él mismo lo había anticipado: «como deben llorar en la última hora los inmóviles párpados de un muerto»
Fue velado por sus amigos en la Escuela de Medicina, fue sepultado el día 10 de diciembre en el Cementerio del Campo Florido, con la asistencia de representaciones de las sociedades literarias y científicas, además de «un inmenso gentío» Las elegías y oraciones fúnebres con que se honró su memoria fueron nutridísimas destacándose las de Justo Sierra, que expresó con singular fortuna, en la primera estrofa de su poema, el sentimiento de dolorosa pérdida que experimentaba la concurrencia:
“Palmas, triunfos, laureles, dulce aurora
de un porvenir feliz, todo en una hora
de soledad y hastío
cambiaste por el triste
derecho de morir, hermano mío”.
Hablaron también Juan de Dios Peza, su gran amigo, Gustavo Baz y Eduardo F. Zárate, entre otros.
Posteriormente sus restos fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres del Cementerio de Dolores, donde se le erigió un monumento. En octubre de 1917, el estado de Coahuila reclamó las cenizas de Acuña que, tras de haber sido honradas con una ceremonia en la Biblioteca Nacional, fueron trasladadas a Saltillo, su ciudad natal, donde el escultor Jesús E. Contreras había realizado un notable grupo escultórico a la memoria del poeta.
TESTIGO DE SU MUERTE
En el prólogo de Juan de Dios Peza a las obras de Acuña, escrito varios años después, su amigo narra lo ocurrido las horas previas a su muerte, y detalles de su funeral.
“El viernes 5 de Diciembre de 1873, anduvimos juntos desde la mañana y nos fuimos por la tarde a la Alameda. El viento arrancaba las hojas amarillentas de los fresnos y de los chopos que al caer bajo los pies del poeta atraían sus miradas de mayor tristeza. «Mira—me dijo mostrándome una de esas hojas que aún guardo seca por haber señalado con ella un capítulo del libro que leíamos aquella tarde;—Les feuilles d’ Au- tomne» de Víctor Hugo—mira: ¡una ráfaga helada la arrebató del tronco antes de tiempo! Allí me recitó la poesía «El Génesis de mi vida» que alguien extrajo de sus papeles el día de su muerte. Era una poesía lindísima de la cual vagamente recuerdo uno que otro verso. Ya sentados en una banca de piedra me dijo: Escribe y me dictó el soneto «A un arroyo» poniéndome después de su puño y letra una cariñosa dedicatoria. Este soneto es el último que escribió; muchos creen que el «Nocturno» es su obra postrera, pero sus amigos nos sabíamos de memoria esos versos desde tres meses antes de aquel día a que me refiero.
Abandonamos la Alameda a la hora del crepúsculo, lo dejé en la puerta de una casa de la calle de Santa Isabel y me dijo al despedirnos:
-Mañana a la una en punto te espero sin falta.
¿En punto?—le pregunté.
Si tardas un minuto más…
¿Qué sucederá?
Que me iré sin verte.
¿Te irás adónde?
Estoy de viaje… sí… de viaje… lo sabrás después.
Estas últimas palabras cayeron sobre mi alma como gotas de fuego. Quise preguntarle más; pero él se metió en aquella casa y yo me fui triste y malhumorado como si hubiera recibido una noticia infausta. Yo sólo sabía que aquel gigantesco espíritu estaba enfermo y temía una crisis. Acuña llegó algo tarde a la Escuela en aquella noche; rompió y quemó muchos papeles que tenía guardados; escribió varias cartas listadas de negro, una para su ausente madre, otra para Antonio Coellar, otra para Gerardo Silva, dos para unas amigas íntimas. Dicen que al día siguiente se levantó tarde, arregló su habitación, se fue después a dar un baño, volvió a su cuarto a las doce, y sin duda en esos momentos, con mano segura y firme escribió las siguientes líneas: «Lo de menos será entrar en detalles sobre la causa de mi muerte, pero no creo que le importe a ninguno; basta con saber que nadie más que yo mismo es el culpable— Diciembre 6 de 1873.—Manuel Acuña»
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