No hay hechos, solo interpretaciones
Nietzsche
La humanidad siempre ha fingido que la verdad es una roca indestructible e inamovible, y se ha pasado toda su existencia buscándola. Cuando cree haberla encontrado se le rompe al cabo de un tiempo a causa de ciertos acontecimientos, o es removida con facilidad por la impertinente irrupción de nuevos puntos de vista.
No pocos de los sistemas de conocimiento y regulación social están basados en hacer ese hallazgo. Un ejemplo es el derecho; específicamente, el ámbito judicial. La búsqueda no cesa, a pesar de todas las evidencias de que la verdad no es monolítica, ni única, ni eterna. Y eso es porque la sensación de conocerla, poseerla y enarbolarla pone orden en el caos, acaba con la incertidumbre y, sobre todo, nos hace parecer superiores a aquellos que no la poseen.
Sin embargo, el siglo XXI rompió el encanto de este ideal milenario con el predominio de la relativización de la verdad, aunque no por ello dejaron de funcionar los mecanismos para fabricarla; de hecho, se perfeccionaron. Sí, la verdad no se encuentra, se fabrica. Y todos sabemos quién es el principal fabricante. Basta, parafraseando a Hannah Arendt, organizar la mentira para obtener una verdad, mediante la manipulación sistemática del discurso, la repetición y el control del relato colectivo.
A riesgo de parecer conspiranoico, le aseguro que lo que consideramos conquistas ciudadanas son estructuras, narraciones y codificaciones realizadas por el poder. Así sucede: surge un conflicto entre sociedad civil y gobernantes, en el que la primera logra imponerse, pero no es la que concreta sus demandas, sino quien la lidera, que termina formulándolas a su manera y tomando el poder para imponer sus modos, o negociando con quien ya lo ejerce para llevarse una rebanada. De ahí en adelante la verdad queda reducida a una narrativa oficial.
¡Y cuidado con aceptar cuando le ofrezcan algo que usted no ha pedido pero le hacen creer que lo necesita o se lo merece! Eso solo tiene el objetivo de construir un andamiaje sobre el cual permanecer largo tiempo.
Todo esto pasó en la independencia, en la revolución, en la reforma, etc. Todo esto pasa en el mundo en cualquier parte y cualquier reacomodo. Los ideales humanos y los sistemas idealizados son desplazados por quienes, autonombrándose exclusivos representantes, acceden al poder y pasan a ser parte de esa élite a la que las ideologías solo les son útiles para armar narrativas convincentes, a veces ni siquiera veraces (cuando los dichos corresponden con los hechos), o en última instancia verosímiles (cuando lo hacen con los aparentes hechos), pues en ese estatus solo prevalecen los intereses de clase. Y, ¡oh desgracia!, esa clase no es la obrera ni lo ha sido nunca en la historia de la humanidad. Una vez ascendido a pudiente se deja de ser proletario. Así de simple.
Hoy que el imaginario popular dio un giro y convirtió la verdad en un asunto íntimo, esta pierde fuerza ante la narrativa del poder, pues las versiones oficiales son menos más verosímiles que veraces y cuentan para su posicionamiento con el todopoderoso aparato de gobierno.
El Estado, en cualquiera de sus versiones, es un productor masivo de “verdades” y “realidades” a la carta. Aquella autoridad que sea su depositaria creará, hábil o torpemente, las que le conviene que los ciudadanos consideremos nuestro derecho, para “satisfacer las demandas populares” y prevalecer así en su mandato, como grupo e individuos. El tiempo que lo hagan dependerá de mantener cierta congruencia que sostenga su verosimilitud, ya que la veracidad será insostenible.
En un mundo saturado de voces, la verdad ya no proviene del consenso, sino de la capacidad de sostener afirmaciones que resistan el contraste con los hechos y de hacerlo con total convencimiento, porque es este, y no la razón, el origen de lo verosímil. Verdad y mentira no son bloques opuestos, sino sustancias mezcladas, codependientes, siempre listas para intercambiar posiciones.



