CUANDO EL MUNDO TIEMBLA, LA NACIÓN DESPIERTA

En estos tiempos en los que las declaraciones de guerra y los conflictos internacionales se multiplican como sombras largas sobre la humanidad, no podemos permanecer inmóviles ni ciegos ante lo que ocurre más allá de nuestras fronteras. El mundo tiembla, y cuando el mundo tiembla, hasta los cimientos más firmes pueden resentirse. Las crisis lejanas se vuelven cercanas; los miedos ajenos se transforman en nuestros propios desafíos. No hay nación aislada cuando la tormenta arrecia sobre la humanidad entera.

Por eso debemos preguntarnos, con la mano en el corazón y los pies bien plantados en la tierra ¿qué estamos haciendo para preparar a nuestro pueblo, a nuestra nación, frente a un porvenir que, aunque incierto, exige unidad, firmeza y prudencia?

La preparación no se limita a las armas ni a los escudos; nace en la conciencia. Se fortalece en las aulas, en los hogares y en las calles. Se edifica con educación, con valores, con una cultura que no olvida quiénes somos ni por qué valemos. Una nación que desconoce sus raíces se marchita; una que las honra florece incluso en el desierto.

Debemos educar a nuestra juventud en la historia para que nunca repita los horrores del pasado. Debemos fortalecer nuestra soberanía económica para no vivir bajo el capricho de quienes pretenden controlarlo todo desde lejos. Debemos cultivar una sociedad disciplinada, trabajadora y solidaria, donde lo colectivo pese más que los impulsos de lo individual, porque toda nación grande se construye hombro con hombro, no a empujones.

Preparar a la nación es proteger a la familia, la más antigua y sagrada de las instituciones. Es dignificar al trabajador que levanta la patria con sus manos. Es cuidar de nuestros campos para que nunca falte alimento en la mesa; es ordenar nuestras ciudades para que sigan siendo refugio y no laberinto. Es garantizar que cada ciudadano sepa que pertenece a algo más grande que él mismo: una historia común que defender.

Asimismo, debemos abrazar la innovación sin despreciar la tradición; aprovechar la tecnología sin entregar nuestra soberanía intelectual; abrirnos al mundo sin claudicar en nuestra identidad. La modernidad sin raíces es solo viento; y el viento, tarde o temprano, se dispersa.

Amamos la paz, porque sin paz no hay futuro posible. Pero amar la paz no significa bajar la guardia; significa estar listos para protegerla. La fortaleza de un pueblo se mide no por su deseo de evitar el conflicto, sino por su capacidad de impedir que alguien le arrebate la paz que ha construido.

Que estos tiempos turbulentos no nos encuentren dispersos ni débiles. Que nos encuentren conscientes, vigilantes, unidos y preparados. Porque un país que conoce su fuerza honra sus tradiciones y recuerda que ha sido forjado con sacrificios y esperanza, jamás será presa fácil del viento que sopla desde afuera.

Hoy, más que nunca, debemos mantener viva la llama de la Patria; con disciplina en el deber, con amor en la familia, con verdad en la palabra y con valentía en el corazón.

No esperemos la tormenta para reforzar nuestra casa.