Durante mi etapa como director de Desarrollo Social en el Ayuntamiento de Saltillo, (dic. 1993-dic.1996) bajo el liderazgo del alcalde Miguel Arizpe Jiménez, viví una experiencia que no solo marcó mi carrera, sino que me enseñó valiosas lecciones sobre el servicio público y el liderazgo.
Era una mañana cualquiera, cargada de trabajo arduo, cuando recibí una llamada urgente del alcalde. Me pidió que acudiera de inmediato a su despacho. Al llegar, lo encontré parado detrás de su escritorio, con su característico semblante firme y sereno. Frente a él, en una postura tensa y desafiante, estaba el tesorero municipal, quien había sustituido al contador Juan Antero Zertuche. Aunque no se dijo de inmediato, el ambiente estaba cargado de tensión.
El alcalde fue directo al punto, como siempre lo hacía. Con su mirada penetrante, me preguntó por qué se habían detenido las obras de drenaje sanitario y pavimentación con concreto hidráulico en varios puntos clave de la ciudad. Respondí con franqueza: los pagos no se habían emitido, a pesar de los avances físicos en las obras.
El tesorero, sin dejarme terminar, intervino para justificar su posición. Argumentó que no tenía conocimiento de los avances porque nunca recibió una solicitud formal de mi parte. Su tono tenía un dejo de acusación. Respiré hondo antes de responder.
“Eso no es cierto”, dije con calma pero firmeza. “En varias ocasiones estuve en tu despacho haciendo la solicitud personalmente.”
Él, visiblemente molesto, negó categóricamente mis palabras. “Eso no pasó”, replicó con vehemencia.
El alcalde, que hasta ese momento había permanecido callado, observando a ambos con atención, parecía evaluar cada palabra. Finalmente, dirigí mi mirada a él.
“¿Me permite usar su interfón, Licenciado? , le pedí con respeto.
“Adelante”, respondió con un gesto breve pero seguro.
Marqué a mi secretaria, Margarita, y le pedí que trajera de inmediato los memorándums que había enviado oportunamente a Tesorería, en los que detallaba los avances de las obras y solicitaba los pagos correspondientes. Margarita no tardó más de unos minutos en entrar al despacho con los documentos en mano.
Se los entregué al alcalde, quien los tomó y comenzó a revisarlos uno por uno. El silencio se volvió pesado. Tanto el tesorero como yo permanecimos de pie, esperando su veredicto. Cuando terminó, cerró la carpeta con energía y, sin titubear, se dirigió al tesorero.
“Es la última vez que permito algo así”, le dijo con una voz firme y clara que no dejaba lugar a dudas. “A la próxima, al que voy a correr de su puesto es a ti.”
El mensaje era contundente. El alcalde no toleraría rencillas ni juegos políticos entre su equipo. Para él, el trabajo y los resultados eran lo más importante.
Esa era su esencia como líder: justicia, honestidad y firmeza, además de una profunda aversión a las intrigas que entorpecieran el progreso del municipio.
Salí de ese despacho con una mezcla de emociones: orgullo por haber defendido mi trabajo con hechos, pero sobre todo, admiración por un alcalde que sabía ejercer su autoridad con integridad. Miguel Arizpe Jiménez no solo es un hombre honesto y trabajador; fue un gran alcalde, un líder que inspiraba a su equipo a dar lo mejor de sí.
Gran honor ser parte de una administración que dejó huella en Saltillo. Agradezco profundamente la confianza que el lic. Arizpe depositó en mi persona.



