La vida es tristeza, supérala
Teresa de Calcuta
Todo lo que vale la pena en esta existencia es un proceso, no un suceso, así que deje de esperar que la felicidad, la seguridad, la abundancia, el amor y, en general, una buena vida simplemente ocurran.
La diferencia es clara: el efecto de un suceso, bueno o malo, finalmente pasa, cesa; el resultado de un proceso permanece y, si fue buena la forma en que nos desarrollamos en él, necesariamente se transformará para mejor. Por eso hay felicidades, seguridades, amores y abundancias tan pasajeras e inconsistentes y otras tan duraderas y consistentes.
Sin embargo, casi todos queremos vivir la vida a partir de sucesos y no de procesos, porque éstos implican esfuerzos, responsabilidades, adversidades, miedos, tristezas, dolor y encuentros perturbadores con ese yo que rechazamos, pero que no se va hasta que, paradójicamente, lo aceptamos.
De ahí que confundamos frecuentemente darnos la buena vida con tener una buena vida. La primera está basada en el placer hedonista, que siempre es mejor mientras más recursos hay para elevar la experiencia hasta la euforia, con la novedad, el lujo, la gula, la lujuria, etc.
Este paradigma de “darse la buena vida” impide que mucha gente se la prohíba cuando cree que no cuenta con los recursos necesarios para sufragarla, de manera que ahorra o se endeuda para un periodo especial en que habrá de experimentarla, llamado vacaciones.
En el instante preciso en que los seres humanos sentimos placer, la mente y el cuerpo, actuando al unísono, nos dicen que todo está y estará bien; que esto es lo que queremos, pero en realidad se trata solo de cápsulas de momentáneo bienestar, sobre todo alivio a nuestras cotidianas tensiones, preocupaciones, desasosiegos y angustias, que confundimos con felicidad, seguridad, amor y abundancia. Pero nada más efímero, ni adictivo, que los momentos de placer.
Después trabajamos todo el año bajo esa tortura mental a la que acostumbramos auto someternos, para la que no existe otro alivio que quejarse, enojarse, criticar, ofender y cualquier otra emoción, sentimiento, actitud y conducta negativas que, ciertamente, nos envenenan, pero que son muy placenteras, útiles para el gran alivio que da el desahogo. Si nuestra negatividad no tuviera una recompensa en placer no querríamos sentirla ni expresarla.
Nos aferramos a ella porque es lo único que tenemos cuando no sabemos cómo vivir los procesos para tener una buena vida, en lugar de solo “dárnosla” momentáneamente. Cuando esto sucede, el sentimiento predominante es culpa, acompañada no pocas veces de vergüenza, porque no hay un sentido de vida, vamos a la caza de los buenos instantes, de los sucesos; no existe una certeza de nuestra propia valía y trascendencia.
Sentimos culpa porque tenemos lo que otros no tienen para disfrutar, porque sentimos que no merecemos la experiencia, que no nos la hemos ganado, o porque, teniendo “poco”, estamos buscando el placer de la forma en que nuestra sociedad nos enseña que se puede y se debe sentir, a lo grande.
Pero darnos buena vida, sin culpas, vergüenzas o posterior sentimiento de vacío, es posible y necesario, solo que tiene sus requisitos para que sea verdaderamente útil, no solo una trampa, y para que la podamos encontrar hasta en el más mínimo detalle de nuestra vida cotidiana.
El secreto es que darnos la buena vida solo es funcional, magnífico y utilísimo cuando hemos logrado tener una buena vida, y esa solo es producto de procesos, muchos procesos que nos permiten expandir nuestra conciencia para entender la verdadera naturaleza del placer, la felicidad, la seguridad, el amor, la abundancia y más… la paz, la calma, la tranquilidad y el amor propio.
Todo proceso de vida debe ser adecuadamente llevado, lo que implica plena certeza sobre algunos hechos: 1) no podemos controlarlo, porque no somos los creadores, sino los experimentadores, los conejillos de indias; 2) mientras más tratemos de negarlos o evadirlos, peor se pondrá la cosa.
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