A una colectividad se le engaña siempre mejor que a un hombre
Pío Baroja
Cuando la realidad se opone a nuestras expectativas, lo que, de hecho, es la regla, se activan automáticamente mecanismos de defensa contra el shock y el conflicto interior que eso, casi invariablemente, nos produce.
Surge la resistencia; nos enojamos, montamos en ira o nos derrumbamos; intentamos negar lo que está pasando o cambiarlo; establecemos negociaciones con la vida: admitimos solo aquello que estamos preparados para aceptar y rechazamos las evidencias de lo contrario, mediante un mecanismo de defensa muy extendido, que tiene diversas manifestaciones: el autoengaño.
Es, ciertamente, una de las grandes estratagemas de la mente, pero no para “meternos el pie”, sino para mantenernos a salvo, como individuos y como colectivo. Sí, toda sociedad tiene, en su contexto, grandes autoengaños; la nuestra no es la excepción.
Es muy importante que entendamos que todo aquello que la humanidad, a lo largo de los siglos, ha censurado y etiquetado como defectos, malas actitudes, conductas inapropiadas, e incluso delitos, son resultado de distorsiones psicológicas que ponen en marcha patrones deformados de auto protección y reparación emocional.
No le hemos dado a la mente hasta ahora, aun cuando somos la única especie racional en el planeta, la importancia que tiene. Estamos muy lejos de entender su complejidad funcional, aún cuando la neurociencia ya nos permite conocer en gran parte la operación del órgano en que mayormente reside: el cerebro.
Aun no captamos completamente la esencia holística de pensamiento y emociones ni, por tanto, de cuerpo y mente. Aun sanamos nuestros males por separado y por especialidades. En esto la medicina china le lleva milenios de ventaja al resto de la visión médica en el mundo.
Además de desconocer el gran misterio que es nuestra mente, su proceso interactivo de percepción-pensamiento-emoción-sentimiento, le hemos dado una importancia exorbitante a la creatura de Freud: el ego. Ahora le echamos la culpa de todo a una entidad que no existe, que es solo una delimitación de aquello de nosotros que no podemos controlar y que, por tanto, rechazamos, en nuestro esfuerzo de adaptarnos y pertenecer a un contexto determinado: familia, época, tiempo y sociedad, con sus cánones de lo que debiéramos y no debiéramos ser y hacer.
Y no es de ahora: el ser humano siempre ha rechazado parte de sí mismo: los filósofos de la antigüedad, las apetencias de la carne; los cristianos de la Edad Media, los pecados; el mundo moderno, más laico, los defectos de carácter y, claro, el ego. Vamos hacia o estamos ya en la posmodernidad y éste último sigue siendo el gran incomprendido.
Cómo podremos evolucionar, si estamos tratando emular a los ángeles, y no de convertirnos en los humanos que estamos destinados a ser. No nos gusta lo que somos, queremos deshacernos de una parte imprescindible de nuestra naturaleza, odiamos equivocarnos, tratamos siempre de no sentir miedo ni dolor, deseamos ser constantemente felices, no tener que ver nunca lo que no nos gusta ni experimentar perturbación alguna.
Todo esto se convirtió en el gran autoengaño de la humanidad a lo largo de toda su historia. A partir de Freud, en particular, creemos que hay que ir contra el ego, como si éste no fuera solo un ente conceptual; tenemos la certeza de que podemos dejar de sentir dolor y miedo, de que nuestra misión es ser felices, siempre afrontando todo con buen talante y entusiasmo de quinceañera.
Este paradigma se ha extendido por todo el mundo gracias a las redes sociales, mediante videos y posts motivacionales del bienestar a ultranza, que han por supuesto ocasionado una rebelión, pequeña todavía, del “está bien sentirse mal”. No niego su utilidad para millones de personas, pero seguimos sin avanzar hacia donde debiéramos: comprender lo que consideramos la parte oscura e indeseable de nuestra naturaleza, porque en ella está nuestro real poder, el completo autodominio, el conocimiento de Dios.
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