Lo contrario a la valentía no es la cobardía, sino la conformidad
Robert Anthony
Toda materia, en estado de reposo o movimiento, presenta una resistencia al cambio, según la Primera Ley de Newton, o de la Inercia. El ser humano no es, por supuesto, la excepción.
De acuerdo con la Segunda Ley de Newton, o de la Fuerza, el cambio será inevitable cuando la presión externa sea suficiente para producirlo. En este caso, el ser humano si es la excepción, pues, puede, a voluntad, aumentar la resistencia. Y, sin embargo, termina moviéndose.
Casi dos siglos después de Newton, Charles Darwin creaba su teoría de la evolución, en la que explicaba cómo los seres vivos tienen capacidad para perpetuarse como especie a través de la reproducción y el cambio a lo largo del tiempo, al que llamó adaptación.
En la cúspide de la adaptación se encuentra el ser humano, la única especie dotada de intelecto en el planeta, entendido como la capacidad de razonar: procesar pensamientos para allegarse conocimiento, a fin de continuar no solo preservándose, sino necesariamente progresando, mejorando en la escala evolutiva o, de lo contrario perecer, y parece que estamos más cerca de esto último.
Pero, aunque a éstas alturas de la civilización hay quien siga negándolo, el raciocinio no basta, existen otras dos dimensiones metafísicas que el ser humano aun no domina: emocional y de conciencia, más importantes y complejas que la primera.
Las tres son fuerzas internas que, a su vez, interactúan de diversas maneras con la inmensa variedad de las externas que un ser humano puede experimentar. Las tres ejercen presión unas sobre otras y deben lograr un equilibrio para que el individuo responda de manera correcta a experiencia sensorial y emocional, que es su forma de hacer contacto con lo que le rodea.
Por eso el cambio es algo tan complejo para el ser humano; un reto digno para su intelecto si lo estructura de la manera correcta, es decir, en tres dimensiones. Puede ser efectivamente adaptativo, o simplemente un reacomodo que permita continuar en la inercia hasta que la presión externa se convierta en una fuerza irresistible, o sea, en crisis. Y aún así es posible que insista en resistirla, hasta quebrarse.
Pero si bien el cambio es algo complejo como resultado de todas las interacciones descritas, en su origen, y sin importar la magnitud de la presión externa y el caos interno, hay solo una cosa, un único acto del que solo el ser humano es capaz, porque es producto de la voluntad, una cualidad exclusiva de nuestra especie que conjunta pensamiento, emoción y conciencia; me refiero al acto de valentía.
Desde el más pequeño acto de valentía, ese de levantarse de la cama sobreponiéndose a las ganas de no hacerlo, hasta el más heroico, por ejemplo arriesgar la vida para ayudar a alguien, proviene de la energía del corazón, que a su vez es nutrida por esa entidad que todos sabemos que existe y pocos conocen: el alma.
Más allá de su ego, ese constructo de personalidad que le permite desenvolverse en la sociedad y pertenecer a uno o varios grupos, está ella, con su fuerza y su impuso. Tal vez no pueda identificarla bien a bien, como en realidad no puede hacerlo con su ego, de lo contrario no le permitiría tomar el control de su vida. Puede sí, hacer contacto con su alma, y acostumbrarse a su suave pero imperativa voz, llamada intuición, hacerle caso y mejorar su vida.
Ante oídos sordos, o más bien llenos de las voces del miedo, ese envolvente enredo mental que nos lleva a la inercia, ella nos inspira los actos de valentía. Para el ser humano, la adaptación, como forma de evolución, está hecha de actos de valentía.
En el próximo artículo exploraremos esa inspiración, cómo se siente, su relación con la conciencia y por qué es la joya de la corona.
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