Quién no quiera ser aplastado, debe negociarlo todo
Carlos Monsiváis
La mayoría de las personas suele creer que la negociación es un arte restringido a ciertas actividades humanas, como la empresarial y la política, y que solo algunos son aptos para realizarla con éxito.
La realidad es que todos estamos constantemente negociando, con nosotros mismos y con los demás. Casi todo diálogo interno es una negociación, así como toda relación; la de pareja por antonomasia. En ambos casos, las negociaciones más frecuentes y difíciles son aquellas que se realizan para poner límites.
El desconocimiento de lo que estamos haciendo, implica ignorancia sobre la forma correcta en que debe hacerse y, por tanto, frecuentemente lo hacemos mal. Ciertamente, muchas personas negocian intuitivamente bien, pero no en todos los ámbitos de su vida. Puede haber quien sea bueno vendiendo, pero no pueda negociar consigo mismo y, por tanto, su vida personal carezca de equilibrio y satisfacción.
En general todo en la vida se desarrolla bajo este precepto: la inconciencia sobre cualquier cosa es falta de información, y viceversa; ambas resultan en errores de los que también podemos ser inconscientes o que, a sabiendas, nos tienen atrapados en un círculo vicioso de patrones conductuales destructivos o por lo menos frustrantes.
Ahora bien, esta interacción, voluntaria o forzosa, para realizar un intercambio, generalmente se percibe muy amenazante, como una batalla en la que hay una alta posibilidad de perder o de no ganar, dos situaciones distintas que son muy perturbadoras, tanto para nuestro ego, como para nuestro instinto de sobrevivencia: no es lo mismo la actitud del que va dispuesto a ganar, que la del que solo procura no perder.
Y aquí comenzamos con uno de los motivos por los cuales la gente prefiere entender sus negociaciones cotidianas como intercambios diversos, lejanos al concepto: la palabra negociar da, por sí misma, miedo a la mayoría. Su implicación en nuestra psique es que entraremos en un ríspido intercambio, en el que la persona frente a nosotros es nuestro depredador: solo quiere ganar a toda costa, y para ello estará dispuesta a todo, como manipularnos, engañarnos, hacernos trampa o hasta humillarnos. Pero cuando el río suena… Esta forma avasallante de negociación no es, ciertamente, infrecuente, pero quien así negocia solo puede hacerlo con incautos o cautivos; nadie querrá entrar en una segunda ronda por propia voluntad.
Así que, quitándonos de la mente las creencias erróneas sobre la negociación, vamos a definir primero lo que significa, en voz de uno de los grandes “gurús” del tema, Alejandro Hernández, empresario y conferenciante, autor de best sellers sobre este tópico: Nos dice este joven español: “Negociar es descubrir lo que realmente desea la otra parte y mostrarle la manera de conseguirlo, mientras que usted consigue lo que desea”.
Lo primero que tenemos que entender es que cada quien se acerca a una negociación, incluida aquella que realiza consigo mismo, movido por un interés, una necesidad o ambos, cuya consecución tiene un nivel determinado de importancia para la persona, que será la medida de lo que está dispuesto a dar o ceder. Para lograrlo, lleva ya una postura, es decir, una idea clara del cómo.
Distinguir estos elementos primarios del intercambio es fundamental, porque la mayoría suele confundir el interés y/o la necesidad con la postura, o sea, el qué con el cómo, lo cual estanca toda negociación y la convierte en imposición, porque las propuestas se vuelven irreductibles, solo se comunican, y la alternativa del otro es simplemente decir sí o no.
El qué puede ser o no graduable, el cómo siempre tiene opciones. Esta distinción es crucial cuando se negocia consigo mismo: si nos empeñamos en hacer las cosas de una única manera, que además ha demostrado ser ineficaz, invariablemente fracasaremos.
Cada una de las reglas de la buena negociación es una enseñanza para la vida cotidiana, por ello las veremos a detalle en el próximo artículo.
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