Les contaba aquí hace 8 días que, por la prohibición de la URSS a los periodistas extranjeros de moverse a más de 36 kilómetros, viajé sin permiso a Leningrado.
También salí de incognito, a Italia y Hungría.
En el invierno de 1983 fui a Reggio Emilia, al Festival de l’Unità periódico del Partido Comunista Italiano, pasando por Bielorusia, Polonia, Viena, Venecia, Roma, Florencia y Milán, más o menos tres mil kilómetros.
Para no repetir la molesta experiencia de la ida a Leningrado, iba en un amplio camarote para mi sola; salvo un corto trayecto de Viena a Venecia, en que abordaron dos árabes muy amables que se dedicaron a ver catálogos de edificios, pasar las cuentas de rosarios cortos y sobar bolitas de metal, que producían un ruido muy suave “para combatir el estrés”.
Llevaba por si acaso, sandwiches, galletas y un termo con té; pero en las estaciones vendían alimentos y a partir de Bielorusia había vagones comedores.
Así que pasé cuatro días feliz, tranquila y calientita, leyendo y viendo paisajes muy variados desde la ventana de trenes de diversas categorías y comodidades; el de Viena, hasta piscina tenía.
Y como los viajes ilustran, me enteré no todos los rieles y vías son del mismo ancho.
El tamaño entre los carriles viene de lo que medían las ancas del caballo, que en las minas jalaba una carreta sobre rieles de madera.
Que como se gastaban aprisa, se reforzaron con placas de hierro; permitiendo que no fuera un solo caballo sino varios, los que arrastraban las cadenas de carretas.
A esas cadenas, cuya distancia entre las vías oscilaba entre un metro 40 y un metro cincuenta, Inglaterra introdujo la fuerza del vapor y quedó inventado el ferrocarril.
Empezaron entonces a crearse empresas ferroviarias.
Los países elegían sus anchos conforme su geografía, economía y estrategia; y las primeras empresas debían convencer a las que iban surgiendo, de elegir la medida en las que ellas operaban.
La situación se convirtió en grave problema internacional y estalló la llamada, Guerra de los anchos.
Y por ser Suiza el país más afectado por sus fronteras con cuatro países, organizó en 1886 la Conferencia Internacional de Berna; que generalizó la distancia, a un metro 435 milímetros.
Pero Rusia. que por un lado andaba atrasada respecto a Europa y por el otro quería prevenir una invasión, instaló vías con un ancho menor para imposibilitar el paso de ferrocarriles grandes.
Por eso los trenes en que yo viajaba, debían detenerse a ajustar las vías; según me explicaron los maquinistas cuando en el primer ajuste, creo llegando a territorio polaco, paramos y como algo sonaba muy raro temí un accidente.
La fiesta de l´Unita, fue interesante y divertida; hubo debates, espectáculos, conciertos y stands, donde los partidos comunistas del mundo vendían artesanías y comida de sus respectivos países.
Y tuvo ahí stand Así Es, periódico del Partido Socialista Unificado de México (PSUM) donde yo militaba; y era atendido entre otras personas, por Cristina Payán esposa del subdirector del diario Unomásuno, donde entonces trabajaba.
Y fue inaugurada con un discurso de Enrico Berlinguer, secretario general desde 1972, del Partido Comunista Italiano y líder del eurocomunismo.
Tendencia que impulsaba un socialismo independiente de la URSS, democrático, moderado y más cercano a la clase media y compartían los partidos comunistas francés y español y sus dirigentes, Georges Marchais y Santiago Carrillo.
Nunca he visto mitin tan impresionante; micrófonos y pantallas colocados en una enorme explanada, reproducían las imágenes de un Berlinguer vibrante frente a cientos de miles de personas, vitoreándolo.
Era inimaginable que moriría 7 meses después, por un derrame cerebral y que, de esos influyentes partidos, solo sobreviva el francés que apenas logra el 2 por ciento de los votos; el italiano y el español fueron disueltos, en junio de 1991.
Y el PSUM, 4 años antes; en marzo de 1987.
A Hungría fui, porque Julia Horback corresponsal en Moscú del principal diario húngaro, me invitó a pasar unos días en Budapest.
Viajé en un amplio camarote de un magnífico tren húngaro; al de enfrente, se subió en la primera parada una familia que iba a Georgia, tierra del venerado “padrecito Stalin”; y que, en los mil 500 kilómetros de trayecto, no dejó de comer delicias que la mamá sacaba de canastos; y yo tampoco, porque me convidaron de todo.
En cada estación irrumpían malencarados policías soviéticos a revisar con linternas, que no hubiera nadie escondido bajo los asientos.
Me aterraba pensar que pudieran arrestarme, por no llevar la propiscaya (pasaporte interno indispensable para moverse) pero solo checaban mi boleto.
El papá de Julia había sido un médico famoso y la familia vivía en un edificio antiguo y majestuoso con elaborada herrería y ventanas de vidrios biselados, en una céntrica avenida de Pest; parte plana de Budapest, conectada con la montañosa Buda por un antiguo puente sobre el Río Danubio; al que de azul no le vi nada.
Si entender el ruso es difícil, imagínense el húngaro, imposible; así que Julia me llevó a muchísimos lugares.
Fuimos a comer Gulasch, trocitos de carne con paprika y verduras, Lángos, panes con queso y crema agria, crepas, pasteles y otras ricuras que acompañamos con vino Sangre de Toro, mientras oíamos Csárdás y otras músicas de violines; porque son húngaros, varios de los principales compositores del mundo.
Y a la región de Tokaj, donde con uvas enfermas por un hongo similar al huitlacoche que afecta al maíz, se elabora el vino Tokaji; que por su alto grado de azucares, puede almacenarse dos siglos y es tan exquisito, que se menciona en el himno nacional.
La artesanía era lindísima y compré blusas y manteles de lino blanco con bordados a mano en vivos colores que, 40 años después, sigo usando.
La gente me pareció muy amable y la arquitectura, ropa y comida, de mucha mayor calidad y variedad que en la URSS.
No en vano Hungría fue eje del Imperio Austrohúngaro, creado en 1867 y disuelto como consecuencia de la Primera Guerra Mundial el 31 de octubre de 1918.
Estuvimos en el Museo de Buda, que contiene la historia de la ciudad desde los tiempos romanos.
Y en su plaza de la Trinidad, donde está la Iglesia de Nuestra Señora que data del siglo XIII; resguarda las tumbas del rey Béla III y su esposa Ana de Antioquia y era sede de bodas reales y coronaciones.
La última, de Carlos IV, puso fin en 1916 a la dinastía de los Habsburgo.
Y como también se conoce como Iglesia de San Matías, rey de Hungría de 1440 a 1490, aproveché para pedirle como haría meses después en la Puerta Matías del Castillo de Praga, volver a reunirme con su tocayo.
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