CRÍMENES Y CORRIDAS

En un país donde a diario desaparecen 15 muchachas y niñas, cuyos padres piden a Dios encontrar sus cuerpos porque eso significa que no fueron disueltas en un tambo de ácido ni aventadas al anonimato de una fosa clandestina…

En un país donde en los tres años de López Obrador como presidente, han sido asesinadas 91 personas al día; entre ellos, dos sacerdotes jesuitas balaceados este lunes 20 por defender a un hombre que entró a su iglesia de la Sierra Tarahumara huyendo de criminales, existen diputados y jueces preocupados por algunos toros que mueren en los ruedos.

La Compañía de Jesús calificó los asesinatos de Javier Campos y Joaquín Mora, de 79 y 81 años, como “parte de una realidad que lacera a toda la sociedad”, pero para el gobierno de Chihuahua los religiosos fueron “víctimas circunstanciales”.

Y cualquiera de esos días de cotidianas matanzas, un juez ordenó el cierre de la Monumental Plaza de Toros México; otro día, integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación desconocieron el decreto que en 2019 declaró a las corridas de toros, patrimonio cultural inmaterial.

Escribí sobre las corridas de toros en septiembre de 2015, cuando por los votos de 16 diputados fueron prohibidas por el Congreso de Coahuila.

Retomo el asunto hoy con seis entidades donde es prohibido hacerlas, porque la situación perjudica a más de 120 mil familias y causa pérdidas por 30 mil millones de pesos a ganaderos que pronto verán sus campos arruinados.

Y pienso en lo que diría mi abuelo Rafael Gurza Escudero, dueño de la ganadería Torreón de Cañas, sobre la orden judicial para cerrar la Monumental Plaza de Toros México; cuya construcción empezó en 1944, en 28 mil metros cuadrados de la Ladrillera La Guadalupe.

Fue inaugurada en febrero de 1946, por el presidente Manuel Ávila Camacho con toros de San Mateo, de don Antonio Llaguno; a quien ahí se evoca, con una escultura.

Otras estatuas recuerdan a toreros famosos, a Cantinflas y Agustín Lara y a lances taurinos.

Y hay placas de gratitud a médicos de plaza y veterinarios, locutores como Paco Malgesto y periódicos como El Redondel, que mi papá compraba los domingos.

Aunque le voy al toro y no a los toreros, me encanta el ambiente de las plazas tal vez porque para presumir a su primera nieta, mi abuelo me llevaba de bebé al palco del ganadero en el Toreo de la Condesa.

Y años después, en la México, un toro que brincó al palco casi me mata de susto y a él de decepción, porque soñaba con hacer de mí una torera más valiente que Conchita Cintrón.

Pero lo que más me aterraba, era ver que lo cargaban en hombros para dar la vuelta al ruedo, por haber criado un animal excepcional.

Su ganadería tomó el nombre de la hacienda duranguense Torreón de Cañas, propiedad de una familia Cañas que a finales del siglo XVIII restauró la capilla San Isidro del Torreón.

En 1901 mi bisabuelo, Antonio Gurza López, la compró y modernizó y en 1911 la fraccionó entre sus hijos.

Mi abuelo dedicó su parte a la siembra de algodón y la producción de mantas y en 1927 inició junto a su hermano Ignacio, la crianza de toros bravos con sementales de San Mateo y vacas de Torrecilla, de su amigo zacatecano Julián Llaguno.

Y pese a que se decía que los pastos de la Laguna producían animales nerviosos y difíciles para la lidia, fue una de las más notables del norte de México y matadores de la importancia de Lorenzo Garza y El Soldado, ganaron con ellos varias “orejas de oro”.

Mi abuelo era feliz con su campo y su ganado y según mi familia sus trabajadores estaban tan contentos, que nunca pidieron reparto de tierras; pero no debe haber sido muy cierto, porque no le quedó ni una de las haciendas que tenía.

En 1938 el presidente Lázaro Cárdenas firmó la dotación de cuatro mil 180 hectáreas en beneficio de 98 ejidatarios para formar el Ejido Torreón de Cañas, que en 1947 se amplió con 47 mil 524 hectáreas.

Y en 1948 agobiado por los “agraristas” y una sequía de años y presionado por mi papá que no quería que estuviera expuesto a peligros lejos de la capital del país donde vivíamos sus hijos y nietos, vendió el nombre Torreón de Cañas, su divisa amarillo y morado, su fierro y la mayor parte del ganado a Luis Barroso, propietario de Mimiahuapan.

No se dio por vencido y compró en Querétaro un ranchito llamado El Lobo, a donde llevó el ganado que pudo conservar y poco después debió entregar a otros ejidatarios.

Así eran entonces las cosas.

 

Autor

Teresa Gurza
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